Diario de León
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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

Se dice que la fe nos da ojos nuevos para ver el mundo, mirar a nuestro prójimo, escrutar el fondo de nuestro corazón e iluminar el camino a seguir para nuestra realización como personas y para la construcción de una sociedad más humana y más justa.

Pues bien, ahora contamos con un texto excelente que desarrolla esta convicción. El día 29 de junio, el Papa Francisco firmaba su primera carta encíclica, que se encuadra en este «Año de la fe». Con ella completa el ciclo sobre las tres virtudes teologales, ya iniciado por su predecesor.

Benedicto XVI había publicado, en efecto, una encíclica sobre el amor de Dios y el amor a nuestros hermanos y otra sobre la esperanza que nos salva. Faltaba una reflexión sobre el don y la virtud de la fe. Él mismo había esbozado ya un texto que su sucesor ha asumido y completado.

Esta encíclica, titulada «la Luz de la fe», es muy rica y sugerente. Baste aquí recoger unas ideas que se encuentran ya en la introducción.

Basándose en el Nuevo Testamento, la tradición cristiana ha considerado siempre la fe como una «luz». Sin embargo, el Papa no ignora la realidad en la que vivimos. Muchos de nuestros contemporáneos consideran la luz de la fe como ilusoria y mendaz. Parecen pensar que, más que representar una luz, la fe puede ser identificada con la oscuridad.

Seguramente siguen el pensamiento de Nietzsche, según el cual, la fe adormecía a los creyentes. Las personas lúcidas habían de mantenerse siempre en búsqueda. «La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres ante el futuro». Todo lo contrario de lo que nos dice la tradición cristiana.

Cuando se considera la fe como un obstáculo para el crecimiento personal y social, se trata de buscar la luz en otra parte. De hecho, dice el Papa, «el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero son incapaces de abrir el camino.

Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien y el mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija».

Es interesante esta observación. Es verdad que la fe nos lleva a descubrir a Dios, su identidad y su acción en el mundo y en la historia. Pero la fe nos ayuda también a descubrir la verdadera identidad del hombre. Y nos orienta en la búsqueda del bien. No es extraño que el abandono de la fe nos haya conducido a tremendos errores morales.

Por eso añade esta encíclica: «Es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre».

En contra de lo que a veces se piensa, «la fe enriquece la existencia humana». Esa es una de nuestras certezas más firmes. Y nuestro testimonio más sincero.

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