Libres y felices

R ecuerdo haber visto, de niño, a un determinado animal salvaje encerrado en una jaula de menos de dos metros cuadrados. Agitado, moviéndose de un lado para otro, con ojos avarientos de campo libre. La Liturgia de la Palabra de este domingo me ha llevado a aquel momento. En aquella agobiante escena he querido ver una parábola sobre el ser humano: siempre inquieto, a la búsqueda del sentido de las cosas, hambreando libertad

El viejo Pueblo de Israel quería verse liberado de las ataduras culturales y políticas, primero de Egipto y después de Babilonia. El ansia de ser pueblo libre le movió a reclamar la asistencia de su Dios Yahvé, que los amaba y que había firmado con ellos un pacto de familia. Él no les va a fallar. En sus plazos y a su modo, es verdad, pero lo dirá y lo hará. Algo nuevo está brotando: caminos en desierto, ríos en secano, agua para el sediento (I Lectura). Hará falta una fe que vea estas maravillas de sanación y cambio de suerte. En esta misma clave podemos también entender el relato de la mujer adúltera (Evangelio). Ella y sus acusadores son prisioneros de sus instintos, ya libidinosos, ya despiadados. Jesús, sin condenar a nadie, hará recapacitar a los segundos y pondrá en el buen camino a la primera. A ambos les abrirá sendas de una radical liberación.

En nuestro caso, también atados todos al mal, podremos vernos desarmados de seguridades altaneras y de tendencias deshumanizadoras, y así entrar en una nueva forma de vida reconciliada y feliz. Esta fue la experiencia de Pablo de Tarso: tras conocer a Cristo, ya no podrá parar. Todo lo demás será porquería. Solo una obsesión: correr y correr hacia quien es la razón de sus amores y entusiasmos, Jesús de Nazaret (II Lectura). Que esta sea nuestra propia experiencia. Nosotros, nuevo Pueblo de Dios, librados de los cepos de una sociedad materialista e insolidaria, podremos cantar: «¡El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres!» (Salmo).