Lenguas de mariposa en Puente Castro
El catedrático fusilado. Manuel Santamaría era vicepresidente de la Diputación cuando el golpe militar del 18 de julio de 1936 convirtió a los gobernantes locales y provinciales de León en víctimas de consejos de guerra que acabaron en penas de muerte.

El carné de Acción Republicana de Manuel Santamaría, el catedrático del Instituto de León fusilado en Puente Castro en 1936. FUENTE: I. CANTÓN / J. E. MARTÍNEZ
Cualquier cosa menos olvidar el pasado. Escribe Julio Llamazares que olvidar es beber vino amargo. Podemos cerrar los ojos a la realidad pero no a los recuerdos. Por eso la memoria es especialmente necesaria con los muertos, incluso aquellos que no llegamos a conocer pero que forman parte de nuestra historia colectiva. A esos conviene traerlos a nuestro presente de vez en cuando y dejar que transcurra su biografía por nuestras vidas, al menos un rato. El ejercicio de actualización ayuda a superar errores y resetear estos tiempos de postpandemia donde muchas cosas han perdido su norte y las distopías campan por sus fueros. Las tragedias suelen ser irracionales, por eso no es justo olvidar la sangre derramada en nombre de la ideología o de formas distintas de pensar de quien detenta el poder o la fuerza. Se habla mucho de la tensión y la radicalización de la política actual, pero no resulta comparable a la vivida en algunas épocas concretas, como los años treinta, hace casi noventa años. Aquí se había instalado una República, resultado de un desgaste y un cúmulo de meteduras de pata de la monarquía anterior.
León era una provincia sin futuro despejado, tierra de meseta y montaña olvidada en los cenáculos de Madrid. Frente a la tensión reinante en gran parte de España, la llegada de la II República y el bienio reformista (1931-1933) se vivieron aquí con relativa calma. En León las reformas no afectaron especialmente porque la propiedad agraria estaba bastante repartida, la religión tenía a la cabeza un obispo moderado, José Álvarez de Miranda, y el paro obrero no era un problema acuciante. Se trataba de una provincia con una extendida alfabetización y las complicaciones no llegaron hasta 1933. Oligarcas y empresarios no habían formado un bloque compacto y las clases medias y profesionales tampoco apostaron con decisión por un reformismo radical. Los pequeños propietarios agrícolas —mayoritarios— se fueron inclinando hacia la derecha antirrepublicana por temor, especialmente tras la revolución de octubre de 1934, cuando los mineros trataron de implantar un ideario comunista. Entonces, la política tomó la calle y el hogar, la escuela y la taberna. La derecha contaba con F. Roa de la Vega y J. Echegaray; la izquierda con Alfredo Nistal, M. Castaño y F. Gordón Ordás, además de hombres extraídos de la docencia: inspectores de primaria y profesores del Instituto como Hipólito Romero Flores y Manuel Santamaría.
Condena masiva
Santamaría fue juzgado en un consejo de guerra sumarísimo con más de 30 cargos públicos
La carga de leña fue amontonándose con el Frente Popular (1936) y la mecha solo necesitaba una simple cerilla. España se rasgaba por momentos en dos mitades y la palabra perdió protagonismo para dejar paso a los puños, la sangre y las pistolas. Aquello fue el fracaso estrepitoso de una sociedad. De un solo nombre quiero acordarme hoy: se llamaba Manuel Santamaría Andrés y su historia ha sido ya estudiada, pero también olvidada por la mayoría y, en muchos casos, desconocida. Por eso conviene recordar de vez en cuando, refrescar el pasado del que se pueden extraer enseñanzas. Santamaría era catedrático de Lengua y Literatura en el Instituto de Leon, culto, reformista, de izquierdas… algo normal en aquel momento. Esposo, padre, docente, imbuido de un compromiso personal que lo llevó a militar en Acción Republicana, el partido de Azaña, el político que mejor encarnaba el reformismo pequeñoburgués de aquella República.
Manuel Santamaría entendía que la política era un arma para mejorar, lo mismo que su cátedra para educar. Había llegado a León en 1922 y aquí echó raíces profesionales y familiares. Con él llegaron otros catedráticos como Hugo Miranda Tuya, María Luisa García-Dorado o Vicente Serrano Puente. Todos cultos y con dedicación vocacional a las clases y el estudio. Aquí encontró a colegas de buena factura intelectual como Hipólito Romero Flores, catedrático de Filosofía y Premio Nacional de Literatura, autor de Perfil moral de nuestra hora (1935) o José Gaos, socialista y filósofo, discípulo de Ortega y Gasset que traducía a Heidegger y Husserl, los mejores pensadores del momento. Gaos llegaría a ser rector de la Universidad de Madrid.
Santamaría tenía fama de profesor estricto, rígido, muy pegado a la tarea docente. Daba las clases de pie, empleando métodos socráticos, sin dejar de fomentar la participación del alumnado y el uso de textos ejemplarizantes y lecturas antológicas. Hoy diríamos que se curraba las clases. Le gustaba recitar poesía, amaba a los autores clásicos y fue imparcial en los tribunales de los que formó parte. Que se lo pregunten a alumnos a los que impartió docencia, como Luis Alonso Luengo, Vela Zanetti, Suárez Carreño o Mariano Martín Granizo. Nicostrato Vela fue su amigo y colega. Tras horas de tertulia y análisis de la situación del momento, decidió participar en la campaña electoral de febrero de 1936, con asiduos discursos. No sabemos lo que dijo, pero seguro que no imaginó ni por asomo que el país se desagarraría seis meses después en una guerra civil. De hecho, muy pocos presagiaron la tragedia.

El Instituto de León donde dio clase Santamaría. DL
En el Teatro Principal de León, el 12 de febrero de aquel fatídico año, Santamaría abrió el mitin en el que estuvo Azaña. Ganó las elecciones el Frente Popular, así que seguramente se abrazó a Hipólito Robles al conocer los resultados de las urnas. A los pocos días fue vocal de la nueva Gestora de la Diputación Provincial y vicepresidente de dicha entidad desde el 16 de abril, bajo el mandato de Ramiro Armesto. Apenas tuvo tiempo de desarrollar labor en la Diputación. Fue detenido el día 22 de julio, el mismo día en que triunfaba el golpe militar en León. La propia conciencia de considerarse inocente le perdió por confiado. ¿Por qué debería de huir si no había hecho nada malo? Dicen que había exalumnos que habían suspendido con él en el grupo que detuvo a Santamaría. Se lo llevaron a San Marcos, donde estuvo preso hasta el día de su muerte. Cartas a su familia atestiguan su inmenso dolor.
La causa nº 461 con el procedimiento de juicio sumarísimo se convirtió en una bomba racimo para los dirigentes republicanos de la ciudad. Encausaba a Emilio Francés (gobernador civil), Ramiro Armesto (presidente de la Diputación), Miguel Castaño (alcalde), Nicostrato Vela (profesor veterinario)… hasta 30 más, incluido Santamaría. El 17 de agosto declaró que no había participado en los sucesos de octubre de 1934, que pertenecía a Izquierda Republicana (nueva denominación de los azañistas), que fue su presidente local y que había hecho campaña en el Frente Popular.
Lo que antes había sido un ejercicio de ciudadanía ahora era un delito muy grave, suficiente para declararlo culpable de delitos de rebelión, auxilio a la rebelión e inducción a la misma, lo que se resumía en un delito de traición. El 21 de noviembre, sábado, a las 7.30 h. fue subido al montículo de Puente Castro y fusilado, mientras sus familiares esperaban abajo. Lo ejecutaron en la primera tanda de a tres de las que se constituyeron aquella fría mañana.
Para más detalle se puede consultar la obra de José E. Martínez e Isabel Cantón. Lo cierto es que aquel «varón íntegro y estoico»», como le tildó Emilio Alarcos, formaba parte de un colectivo que era necesario exterminar en la nueva España, primero llenando folios repletos de inquina y sanciones, luego resolviendo muchos expedientes con balas de fusil. De ellas se libraron, por suerte, Luisa García-Dorado, Hugo Miranda e Hipólito Romero, pero quedaron expedientados, sufrieron sanciones y sus vidas docentes ya no fueron iguales, sin libertad y con la mancha de un expediente depurativo. Romero, tachado de ««racionalista kantiano»» fue separado definitivamente de su cátedra y causó baja en el escalafón. Escribe Wenceslao A. Oblanca que la provincia no corrió mejor suerte en el campo de los maestros. Una comisión de depuraron dirigida por un clérigo integrista que bien pudiera apellidarse Torquemada examinó a más de novecientos docentes con distintas suertes de sentencia. Se administraba justicia para borrar el pasado del nuevo presente y todo porque la política –la diosa herida de la palabra y el acuerdo— había fallado estrepitosamente.
¿Habría algún exalumno resentido en el pelotón de fusilamiento de Manuel Santamaría? Si los hubo, debieron de mantener el mismo gesto adusto de los que lo detuvieron unos meses antes, la misma mirada aviesa y llena de rabia de Moncho, aquel niño que tiró piedras a su maestro en La lengua de las mariposas, pese haberlo amado y admirado hasta el mismo momento en que llegaron al pueblo la venganza y las sospechas. Paralelismos crueles. Don Gregorio, el maestro, con gesto grave, perplejo y derrotado al comprender que su sueño de ver una generación libre capaz de cambiar este país no se cumpliría, guardó silencio. Mientras se alejaba en el camión, con arrugas de desesperanza aplastando sus sienes, emparejaba su suerte a la de Manuel Santamaría, a quien vendaron los ojos para no tener que contemplar el odio de sus verdugos.
Ha pasado casi un siglo de todo aquello. Ninguna pandemia, guerra, crispación o radicalismo deben llevarnos jamás hasta las cuestas de Puente Castro. Por eso nunca sobra decir que la historia enseña el rumbo y que el camino consiste en construir consensos amplios y no cavar trincheras.