Diario de León

Cornada de lobo

Y la encina de Abraham

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León

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Dios me libre de meter chirigota en estas cosas, pero la mano «incorrupta» de santo Martino que ayer presidía la portada de este periódico mueve a cierta chanza descreída sobre la incorruptibilidad de la carne y la vida perdurable, porque, vista así, lo incorrupto ni asoma y parece tal que una garra, garabato tieso y apergaminado, cuero pocho como hierro forroñoso. Que esa mano no haya cumplido enteramente la maldición divina del «polvo eres y en polvo te convertirás» no es indicio necesario de santidad o asistencia divina y es fenómeno usual en todo tiempo, cultura o religión. Igual de incorruptos que esta mano salen de sus tinajas los incas del altiplano, chinos milenarios del desierto de Gobi, tiranos del imperio egipcio o nórdicos de la glaciación europea y a nadie se le ocurriría ver en ese fenómeno una inequívoca señal de virtud, un cabo lanzado desde el cielo a esa tumba. Las virtudes de santo Martino estuvieron, de estarlo, en su vida o en su obra, pero no en esa disecación del pellejo, que es fenómeno también compartido por otra ilustre dama de vecindad funeraria e isidoriana con este santo, la infanta doña Sancha, cuya incorruptibilidad nadie se atrevería a interpretar como señal de gracia. El culto a las reliquias raya la fe y choca frontalmente con la teología. Menos mal que Cristo resucitó. De no haber desaparecido su cuerpo, a estas alturas -al igual que ocurren con los leños auténticos del lignum crucis que, juntados, dan para construir una carabela- tendríamos un arcón de restos óseos con los que saldrían quince o veinte Jesuses. Del oscurantismo y de la magia mística del Medievo salieron una gran parte de estas reliquias. Con profusión de restos santos, hijos de la patraña no pocos, competían iglesias y santuarios para atraer peregrinos o devotos. Se desmadró el fenómeno. El peregrino de la novela de Torbado se buscó la vida hacia Compostela llevando un saco con huesos del auténtico perro del apóstol. Incluso en san Isidoro de León se conservan dos reliquias que mueven a sonrisa cínica: una mandíbula de san Juan Bautista y un trozo de la encina que ardió cuando Abraham iba a sacrificar a su hijo Isaac. Pero hay más reliquias bufas. Mañana las besamos. (Continuará) La marea negra también.

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