Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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CELERINO CHAS era entonces el vendedor de libros a domicilio más brillante de todo el noroeste de España, y yo fui su discípulo durante los cinco días de octubre de 1972 que estuvo trabajando en Ponferrada. Celerino Chas lo vendía todo. Abandonaba cada patio de vecinos con varias notas de encargo, y me confió que cobraba una fortuna al mes en concepto de comisiones. Me enseñó sus hojas de liquidación y me dijo que la editorial le obsequiaba cada año con un gran viaje de capricho para él y para su mujer. Lujosas estancias en Hawai, en Punta del Este, en la Martinica o en la isla de Bali que luego Celerino Chas gustaba de recordar, a pinceladas, cuando hacíamos un alto en nuestra labor para tomar un café. Después de batir las calles del barrio de San Pedro, entramos en la avenida de España. Llegamos así a la casa donde yo vivía, y delante de su portal le comuniqué a Celerino mi deseo de dejarla fuera de nuestro itinerario, a lo que él se negó con energía, sin aceptar mis reparos de vecino. Por mi parte, si accedí finalmente a acompañarle fue porque me favorecieron diversas circunstancias: la clínica del entresuelo estaba cerrada, la familia del catedrático del segundo pasaba unos días en Aragón, cantaba misa en Castilla el hijo fraile de los del principal, y el hombre soltero del ático estaba de vacaciones de otoño en el mar de Murcia. Cuando terminamos de recorrer la casa y ya bajábamos hacia la calle, Celerino Chas insistió en llamar a la puerta del entresuelo. Aguardó frente al rótulo de la clínica del doctor Gaucelmo, y aunque yo le advertí que nadie atendería sus llamadas porque tres o cuatro meses atrás el establecimiento había cerrado por muerte súbita del médico, Celerino Chas no quiso atender mis razones. Aguardamos más de diez minutos delante de la mirilla hasta que yo, enfadado, comencé a bajar las escaleras. Fue entonces cuando sonaron unos pasos al otro lado de la madera. Me di la vuelta y llegué a ver desde el descansillo cómo se abría la puerta y cómo Celerino Chas saludaba con gran lisonja a la enfermera del difunto doctor Gaucelmo. Después entró en la vivienda que yo tenía por deshabitada y la puerta se cerró. Permanecí casi más de una hora dando timbrazos en la clínica y esperando el retorno de Celerino Chas. Nadie, empero, me abrió. Tampoco sentí pasos de vigilancia al otro lado. Poco después, muy confundido ante aquella situación, abandoné la guardia. Ya en mi casa, tres plantas más arriba, decidí dar por olvidado para siempre a Celerino Chas y también a sus métodos victoriosos. Nunca más volvería a vender libros, ni tampoco a contemplar el arte de venderlos.Pasaron muchos años. La clínica fue desmantelada y su espacio dividido en dos apartamentos que se alquilaron a sendos facultativos de minas. Algún tiempo después uno de estos facultativos murió y el otro, el que era de Palencia, abandonó la ciudad precipitadamente. Un día del otoño de 2002 salí de casa sobre las seis de la tarde, y sucedió que al pasar por el entresuelo me encontré con Celerino Chas, que en ese momento acababa de cerrar la puerta. Llevaba un traje muy anticuado y una cartera color miel. Sin inmutarse, me dijo que estaba seguro de verme allí, todavía. También me contó que no había podido venderle a la enfermera del doctor Gaucelmo ni siquiera un pequeño libro de cocina, pero que le daba lo mismo porque aquella mujer le había concedido otros favores mucho más excitantes que una vulgar nota de compra. Añadió que el tiempo invertido lo daba por bueno. -Treinta años -fue cuanto le dije. -Algunas veces los clientes se ponen difíciles -contestó-. Ya lo irás aprendiendo.

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