Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

¡Vivan los novios!

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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POR NADA DE ESTE MUNDO, ni siquiera por acudir a las urnas para votar a favor del «sí», quisiera dejar de anotar en mi cuaderno azul, la tan esperada unión matrimonial, por la Santa Iglesia de Inglaterra, del príncipe de la Gran Bretaña y Doña Camila, viuda y amante siempre a la espera. Durante nada menos que 35 años esperaron ambos a dos que el pleito amoroso les ofreciera a los enamorados la ocasión propicia para juntar sus destinos. Aparecían en el cuadro general de los novios en la lista de espera a la espera de que se concedieran los obligados divorcios, a que desaparecieran del mundo de los vivos, aquellas partes contratantes indispensables para que el matrimonio tuviera validez, no fuera a resultar que por una inconveniencia tonta les ocurriera a los enamorados de la Gran Bretaña, lo que al pelotonero brasileiro del Real Madrid, y su apaño sentimental de última hora, que cuando se disponían a hacerse lícitamente en el ceremonial preparado en un castillo de la Francia, vino Paco con las rebajas y les dijo que ajuntarse podían hacerlo, porque tanto Francia, como España como el Brasil eran países democráticos en los cuales el amor como la libertad de expresión estaba garantizado por la Constitución. El príncipe Carlos y la incansable Camila no estaban dispuestos a que tanto amor o costumbre acumulada se la llevara el viento, y anunciaron que al fin se casarían y que fuera lo que Dios quisiera. Camila o Camilla, como también se escribe, no quiso someterse a la presión de ser la esposa de un rey. Y fue inútil que algún gibraltareño, (que deben ser también súbditos obedientes o colonia fiel de Inglaterra) no regateara recelo por aquello de Lady Di y los hijos que dejó en manos de su ex - Carlos. Su Majestad la Reina de verdad convenció a su hijo y este a su prometida de que lo mejor que podía hacerse en casos análogos, era casarse o dimitir y exiliarse, a lo cual ninguno de los protagonistas de esta bellísima historia de reyes, de príncipes y de tercas enamoradas estaba dispuesto. Y ya con el regocijo y la ilusión que siempre provoca una bodorra real, sea en Inglaterra o en Kapuertala, la boda fue anunciada con pregoneros de relieve, mediante la intervención del Arzobispo de Canterbury que es la máxima autoridad para los ingleses, algo así como el Juan XXIII para los hispano romanos. Y ya a la espera de que se apaguen todas las hogueras que los terroristas encienden o que los salvadores de las democracias universales monten otra guerra como la de Irak, en Irán por ejemplo, el resto del personal superviviente se dispuso a engalanar sus balcones y a gozar gloriosamente ante el real invento. Y entonces, todos los fieles súbditos de Sus Majestades desfilarán en sus carrozas ante una fervorosa muchedumbre agitando banderitas y lanzando gritos de júbilo. Será un momento histórico digno de ser anotado en los anales del Imperio. Y es o podría ser lo que pudo pensar el señor Moratinos de España ante la gloriosa efemérides: «Coño, ya era hora de que se le proporcionaran al pueblo motivos de gozo, de alegría y de expansión». Porque es que los pobres nunca ofrecen más que miserias, que si el paro, que si los precios, que si los inmigrantes, que si «bajarse al moro».

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