Diario de León

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La hora de la muralla romana

La esperada restauración de la puerta del antiguo León nos da pie a evocar a aquellas otras que fueron demolidas a través de la historia y de las que sólo quedan recuerdos

Publicado por
Enrique Alonso Pérez - león
León

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Por la vocación que caracteriza a este Retablo, fiel divulgador y guardián de las esencias leonesas, hemos acogido con júbilo el tan esperado proyecto de la restauración y remodelación de la vieja muralla romana, con especial incidencia en la Puerta del Castillo, último vestigio de las entradas a la Legio VII. Por este motivo, nuestro apunte de hoy se dirige al conocimiento de aquellas puertas, hoy representadas por la que protagoniza este comentario histórico. Cuatro fueron las puertas que comunicaban el recinto interior del viejo León con los arrabales. La puerta norte, cuya heredera actual es del año 1759. La puerta sur, que fue quizá la de más nobleza, rehecha por Fernando I al más puro estilo románico con ocasión de la entrada en la ciudad del glorioso cuerpo de San Isidoro, hoy está localizada en el entorno de la calle Platerías. La puerta occidental o Caurense , que cedió su emplazamiento al renacentista Palacio de los Guzmanes, y la cuarta puerta, la oriental, que los romanos llamaban Puerta Pretoriana , reconstruida en el siglo XIII por la que nuestros abuelos conocieron como Puerta del Obispo, inexplicablemente derruida en el año 1910. Los leoneses de hoy sólo hemos conocido la Puerta del Castillo, y de milagro, pues allá a mediados del siglo XIX, cuando la corporación municipal de turno, amparada, escudada y empujada por los intereses de la burguesía, a la que ellos mismos pertenecían, demolió sin piedad puertas tan monumentales como la de Puerta Moneda, cuyas imágenes incorporadas pueden verse en el Museo Arqueológico Provincial. Menos mal que al llegar la fiebre del ensanche indiscriminado a la Puerta del Castillo, toparon con gentes de armas tomar, nada menos que los aguerridos mozos del barrio de Santa Marina, que defendieron a ultranza el privilegio secular de subir el 18 de julio, fiesta de su Patrona, a coronar el arco con farolillos, guirnaldas y banderas, para después clavar un robusto árbol en la Era del Moro y formar en torno a él una pira altísima, cuyas llamas eran contempladas por toda la ciudad. Mucho tienen que estar sufriendo los castizos de este popular y simpático barrio leonés al ver su querido arco desprovisto del simbólico don Pelayo que lo remataba, víctima de la desidia y pasotismo de sucesivas corporaciones, y que hoy parece que se va a reponer, como tantas cosas en período electoral. Dos historias Muchas y sabrosísimas historias se tejieron en torno a este castillo de nuestro comentario, pero por evidentes razones de espacio, nos limitaremos al relato de las dos que creemos más interesantes para los leoneses amantes de la Historia. Como León, «la ciudad de las Torres», según fue conocida en la Alta Edad Media, era una de las piezas claves en la ofensiva cuidadosamente programada por el caudillo moro Almanzor, -y que la Historia denomina «Campaña de las Ciudades»-, en el verano del año 986 fue asediada y cercada brutalmente por el temido jefe árabe. Habitaba el castillo y gobernaba la ciudad, con el título de «Teniente de las Torres», el famoso y nunca bien ponderado, Conde Guillén, fiel vasallo del rey Vermudo II, que aquejado de gota, se encontraba en Galicia, mientras que su mujer, Velasquita, prefirió, la arriesgada permanencia en la ciudad para animar a los esforzados leoneses y apoyar con su presencia al conde. Un año, resistió la ciudad de León el asalto moro. Guillén se multiplicó recorriendo los adarves de la muralla para arengar a sus tropas, pero el empuje agareno terminó con la resistencia de aquellos esforzados «numantinos», y rota la muralla, entraron violentamente a saquear la ciudad. Almanzor atravesó con su espada el cuerpo del valiente Conde Guillén, que había dirigido las últimas operaciones de defensa desde una cama, aquejado de una grave enfermedad. Finalmente, sería imperdonable no hacer mención al hecho ocurrido allá por el año 950, que con ocasión del encarcelamiento del legendario conde Fernán González, en este castillo se produjo la graciosa situación del trueque del prisionero por su mujer, la ingeniosa doña Urraca, que cambió sus vestidos femeninos por los del conde, para que éste saliese, como así lo hizo. El romancero, lo recuerda con la cadencia habitual de su repertorio; y nuestra memoria, sólo retiene la primera de las estrofas: «Quitaos, conde esa ropa/ tocaros heis mi tocado.../ yo quedaré en la prisión/ d'ella seréis vos librado.

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