Diario de León
Publicado por
Manuel Vilas
León

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Ahora la mayoría de la gente no sabe qué hacer con el hacinamiento de zapatos que se produce en cualquier casa. Los zapatos duran mucho tiempo y las ganas de cambiarlos tropiezan con la perseverancia de las suelas, los tacones y las pieles. Cuesta tirar unos zapatos que aún están bien. Pero aun cuesta más sustraerse a la tentación de comprarse unos nuevos en las rebajas. Si vives en España y te compras unos zapatos ‘made in China’ es que no tienes corazón. Mi problema es que no sé qué hacer con la acumulación de zapatos. No son solo los zapatos. Están las botas, los botines, las zapatillas, y los híbridos entre zapato y zapatilla, y están los modelos de diseño y los fashion y los de charol y los de colores estridentes. La industria del pie es interminable. No entiendo de fabricación de zapatos, pero me encanta probarme zapatos. Cuando dispongo de una tarde libre lo que hago es ir de zapaterías, a probarme zapatos. Es agotador. Haces deporte. No hace falta apuntarse a un gimnasio. Tienes que quitarte los tuyos, esperar a que te traigan el zapato elegido. Desanudar el nuevo. Pedir un calzador. Probarte los dos, porque con uno solo no disciernes cómo te quedan de verdad. Pasear por la zapatería. Mirarte en el espejo. Volver a pasear para saber si son cómodos. Es un largo ritual. Porque luego si calzas un 43, a lo mejor necesitas probarte también un 42 por si acaso el fabricante tiene su originalidad anatómica. No es fácil saber el pie que calzas. Hay gente que tiene un pie más grande que el otro, como es mi caso. Esto suele ser inconfesable y causa mucho dolor. Un hombre o una mujer sin unos buenos zapatos es un ser perdido. Por eso los fabricantes de pantalones, que son sabios, hace tiempo que comercializan el pantalón conocido con el nombre de ‘skinny’. Es un pantalón muy estrecho a la altura de los tobillos, cuya finalidad estriba en que se pueda exaltar la belleza del zapato. Porque si el pantalón te esconde un zapato precioso, el pantalón es culpable. La peor cosa que me ha pasado en la vida con unos zapatos fue una vez que me compré unos, de los que estaba enamorado, y al poco de estrenarlos tuve que parar en una gasolinera porque mi coche se había quedado sin combustible. Era una de esas asquerosas gasolineras de autoservicio. Al sacar la manguera del depósito me cayeron unas cuantas gotas de gasolina en mis zapatos de ante de color claro. Me quedé pensando en que gracias a mis zapatos pestilentes los dueños de las gasolineras, que no se gastan un duro en dar trabajo a la gente, tienen los suyos siempre impolutos.

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