Diario de León

Los amores del palacio de rundale

Este complejo situado en Riga, capital de Letonia, se ha convertido en todo un clásico del turismo y un foco de atracción para los propios habitantes de la ciudad

Vista exterior del Palacio de Rundale, en Letonia.

Vista exterior del Palacio de Rundale, en Letonia.

Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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Riga, la capital de Letonia, es una ciudad con mucho encanto, aunque, en general, poco conocida entre nosotros, que perdemos así una magnífica oportunidad de acercarnos a un mundo que muestra otras realidades, si bien es cierto que las básicas son universales. Me recalca esta idea Sergèi Baryshnikov y más tarde llegaría yo a entender la razón de tal subrayado. No sé aún si regresaré a la ciudad. Tengo decidido hoy llegar a la aldea de Pilsrundale, a unos noventa kilómetros, en el sur, cerca de la frontera con Lituania. Allí está el Palacio de Rundale, un clásico del turismo letón y un foco de atracción para los habitantes del país que lo visita y pasea. Es, sobre todo, una verdadera joya del barroco y rococó, el único palacio báltico de estas características. Parece en realidad un palacio versallesco nórdico.

Supone el viajero durante el trayecto, por lo que además le van contando, que habrá publicados varios libros sobre el ansia desmedida de poder, lujo y sexo de zares y zarinas. Cuentan, por ejemplo, de Catalina la Grande y no acaban con las listas de amantes y excesos. Dicen, y no sin fundamento, que los primeros abandonaban su alcoba por diversas razones, pero siempre con los bolsillos repletos de rublos. No anoto nada de los segundos, que, al parecer, dan mucho de sí. No es que me interesen de manera especial estas historias y lances amorosos, aunque no dejen de ser curiosos, con distinto signo, muchos de ellos, algunos incluso forzando giros históricos o justificando otros. Y con frecuencia deslumbran las realidades arquitectónicas que en no pocos casos dejan escritas en los elementos que las componen las razones de su existencia.

Verán. Que amores, amantes y crueldades hay detrás de esta joyita barroca.

No muy agraciada al parecer, pero con un poder y una mano de hierro de reconocidas consecuencias, Ana Ivanovina fue zarina de Rusia entre 1730 y 1740. Viuda, se encaprichó de un ayudante de su marido, Ernest Johann Bürhen, que había conquistado primero la simpatía de la zarina, después la cama de esta mujer que pasó al recuerdo en lo personal por su pasión desenfrenada por el lujo y los gozos oscuros de su alcoba. Abundó en amantes. Cuentan como dato anecdótico que obligó a casarse a uno de ellos con una dama de muy pocas luces de su larga servidumbre para tenerlo cerca. Tenía entonces los cuarenta sobrepasados y el apuesto y guapo joven se convirtió en verdadero favorito, también interesado político, viviendo en algunos momentos bajo el mismo techo con mujer, hijos y amante. Esta, posiblemente cegada por la pasión de las circunstancias, recompensó a Ernest con la concesión del título de Duque de Curlandia-Semigallia, que había ostentado su marido, con el que había sido obligada a casarse por intereses, al ser un ducado que ocupaba la mitad de Letonia, ser rico y estar protegido además por el Papa.

Con los bolsos bien llenos y la ascensión a las alturas nobiliarias del poder, el nuevo duque pensó construir un palacio digno de su condición. Precisamente este de Rundale, aunque la zarina también le regaló otro ni más ni menos que de medio millar de habitaciones. Ahí es nada.

«Aquí –me dijo Sergèi- quien las hace, las paga, aunque también la historia de este país está llena de benevolencias». En plural, lo que uno quiere entender más como hechos puntuales que como actitud. Lo cierto es que el palacio se construyó básicamente entre 1736 y 1740, parcialmente el acabado interior y el parque y jardines. La zarina falleció de manera imprevista en 1740, y su duque fue condenado a muerte, pena conmutada por el exilio en Siberia. Regresó a Rundale pobre y envejecido. Después lo habitaron diversas familias y se dedicó a distintos usos (hospital y cuartel general durante la I Guerra Mundial, escuela…). Desde 1972 pertenece al Estado, que, en un larguísimo proceso de restauración aún no acabado, lo dedica, al margen del propio edificio en sí y de su entorno, a la musealización en su propio contexto de muebles, vajillas, libros, objetos cotidianos, instrumentos musicales… de gran valor histórico y atractivo turístico y documental. Verdad es que muchos se perdieron (caso de la biblioteca, que Napoleón utilizó para alimentar la calefacción), aunque la incorporaciones progresivas responden a la época y su espíritu, pues, al margen del recorrido general por las dependencias, se puede conocer buena parte de la idiosincrasia de Curlandia.

Contextuado nuestro viaje de hoy, la visita y sus fijaciones de cualquier tipo, con las valoraciones pertinentes, pertenece a cada cual. El recorrido es muy gratificante y didáctico. La gran finca arbolada que rodea el edificio, con hermosos jardines –uno anota del Jardín francés y el Jardín de rosas-, invitan a la tranquilidad del paseo, con la presencia, por si acaso, de restaurantes y cafeterías. El interior provoca, al menos a quien relata ahora su propia visión, una sensación de lujo en su expresividad artística y ornamental, detrás de la que se esconde ese otro lujo que todos sabemos. Lujo y dispendio. Lujo y gula. Desenfreno del bon vivant. Y anota de forma especial, aunque no exclusiva: la Sala dorada, un gran espacio y colorido con acabados en mármol artificial de color azul y rosa; la Sala blanca, la más grande, originariamente pensada para bailes de altísimo copete, con notables grabados y bajorrelieves; y las habitaciones privadas del duque y la duquesa, especialmente baño y dormitorio de esta última.

El viajero ha decidido regresar a Riga. El viaje es silencioso. Cuánto le gustaría –y se imagina algunos- conocer tantos secretos como se tejieron en estos espacios. Cuántas veces se queda uno con las ganas. Pero ya sabe, la imaginación tiene mucha libertad.

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