Diario de León

Antonio Manilla

Volviendo a Doha

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No sabe uno por qué entelequia de la ilusión se le hizo necesario al alcalde acudir no una vez sino dos a Doha, pero, si insiste en que fue por una cancha de hierba artificial, habrá que concluir que para mendigar no vale. Estoy seguro de que hasta quienes le tienen fe preferirán pensar que fue por disfrutar de un partido del Mundial y del viaje con su esposa por su puestísimo antes que por tamaña minucia. Catar ni es el eje del mundo ni la capital internacional de las limosnas, así que supongamos que fue a la caza de algún inversor de más quilates. Si las gestiones fracasaron y este se despidió en la segunda cita con un «catarí que te vi», tampoco pasa nada: los negocios tienen esas cosas y cada día se cierran acuerdos nuevos y se rompen contratos viejos. En un mundo gaseoso, hasta lo firme termina por evaporarse.

El secreto, en asuntos de gestión pública, resulta de un uso poco recomendable, pero desde luego tiene fecha de caducidad. Nunca es un secreto que esté permitido llevarse a la tumba, por estratégico que fuese. Pasado un tiempo prudencial, se debe informar a los superiores. Creer que uno no tiene nadie por encima de su cargo es de una megalomanía no solo patológica sino antidemocrática: el jefe de cualquier gestor político son los ciudadanos. Por encima de ellos no hay nadie. No comprender esto, en Europa, inhabilita para ejercer un puesto con responsabilidad de gobierno. La única razón posible para insistir en la callada por respuesta es que uno sospeche que ha cometido un delito. A nadie se le puede obligar a declarar contra sí mismo o a confesar algo que le perjudica.

Cuando Diez tuvo que dar explicaciones a la oposición sobre la naturaleza de estos viajes, porque ni sus socios leonesistas de legislatura tenían claro si fueron de trabajo o lúdicos, las cámaras, además de corroborar que se fue por los cerros de Úbeda —la agenda pública de aquel periplo de cuatro días ni la mostró quien se había comprometido a un «ayuntamiento de cristal»—, captaron a un ser menos abatido por la reprobación que aburrido, bostezando para la galería, expresando una profunda incomodidad. Lo único transparente de aquella comparecencia fue su úvula o campanilla. A ver si ahora, ya en las calmas aguas poselectorales, cuando nadie puede tachar de acoso interesado que se pregunte, alguien nos lo explica.

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