Diario de León

Aquí y ahora Juan Francisco Ferré

La corrección política

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L o más terrible en la vida es la arbitrariedad. No vale todo, no todo vale lo mismo. Rubiales es un impresentable, no me cabe duda, y merece todo lo que le pase, pero no solo por sus excesos íntimos con la mujer del año. Un beso es un beso, lo dice la tradición romántica y Hollywood lo convirtió en la síntesis de todos los deseos y placeres posibles entre hombres y mujeres, pero hay besos que matan la ambición. Se olvida a menudo. De ahí a equiparar un beso robado con una agresión sexual media un abismo novelesco. Si yo fuera un juez convencional, me daría terror asomarme al borde de ese abismo. Terror y vértigo. En esa brecha peligrosa se puede ver de todo, en toda su crudeza y desnudez, desde los monstruos más espantosos del porno duro a los desmayos más deliciosos del místico. Ahora bien, desgarro agresivo o roce superfluo, sorprende que la consideración penal del acto de Rubiales merezca semejante severidad de parte de las líderes de la izquierda vociferante y de sus adláteres del sexo perdedor, los mismos que juzgan con generosidad extrema que la violencia independentista no es terrorismo sino gamberrismo. Terrorismo, pero poco, diría Mihura.

El cine español se prepara para su gran fiesta anual en medio de un rumor dañino que nadie escucha. Las cifras de espectadores son penosas y las subvenciones dirigen la producción con instrucciones políticas que empobrecen la creatividad de los proyectos. Y, además, se desata la guerra sexual con la que algunos interesados pretenden purgar la industria de elementos tóxicos. Ahora le ha tocado el turno a un director minoritario, Carlos Vermut, mañana le puede tocar a un peso pesado del negocio. Da igual. Lo importante es imponer los valores de la corrección política sobre la realidad a cualquier precio y mantenerla bajo control ideológico. Ya sea con la subvención de la obra, que la premia, o con la cancelación del creador, que lo castiga y condena. Todo vale. Hasta volver a contar el viejo cuento infantil de la ingenua Caperucita y el malvado lobo feroz en una versión que deja a la pobre Caperucita en tan mal lugar como a la presunta mantícora. Si eso es todo lo que el cine español es capaz de ofrecerme, dentro o fuera de la pantalla, prefiero irme al cine en la mejor compañía femenina a ver otra vez «Pobres criaturas». Esta magnífica película no necesita las subvenciones oficiales ni la propaganda partidista, aleluya, para celebrar con exuberancia la libertad y el placer de las mujeres. A ver si aprendemos.

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