Diario de León

Cuerpo a tierra
 Antonio Manilla

Primavera en todas partes

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Hay frases que parecen inocentes pero están preñadas de resonancias. Bajo su apariencia de obviedad llevan una carga oculta que hace que exploten en ecos a poco que nos paremos a meditar en ellas. Una de mis preferidas es esta del Félix Muriel de Rafael Dieste: «la primavera está en todas partes». Es algo tan simple que uno intuye que puede dar retumbos por la imaginación de consecuencias imprevisibles: como uno de esos caminos que no sabemos a dónde nos han de llevar, pero los cogemos y nos dejan ante una plétora de posibilidades que ni siquiera habíamos imaginado antes. Todos hemos tenido ante nosotros uno de esos caminos. Aunque fuera para desecharlo, en caso de no atrevernos a seguirlo. Aunque terminase, por las circunstancias, en una encrucijada, en un cruceiro de brisas tan gallegas y reidoras que es imposible escoger una u otra dirección. Ni un paso más. Aquí me quedo, primavera. Son heraldos que la anuncian las amapolas en las cunetas, los vinos nuevos, el reverdecer y, sobre todo, la esperanza. Emisarios que acuden a anunciar la alegría de lo que retoña, de lo viejo que alcanza el milagro de un año más, la templanza de lo maduro que cree tener ante sí todo el porvenir por delante.

La primavera al llegar está en todas partes y en ese momento nos gustaría que fuera eterna. Que su curso se detuviera y nos quedase un momento congelado para siempre en el que habitar viendo empujar a los brotes en las ramas y a los pájaros hambrientos del invierno picoteando en ellos. Algo así como lo que debió ser para San Barandán, el santo que estuvo desaparecido cuatrocientos años, ese ínterin que a él le pareció un solo día. Ni le creció la barba ni tuvo que cortarse las uñas de los pies. Apareció en una isla que era la suya y sólo le faltó saludar, como Fray Luis a sus alumnos tras su prisión, con un futuro «como decíamos ayer». Todos los que estaban eran otros, pero reconocieron al santo varón al instante, como si fuera Dom Sebastian y apareciera una mañana en Óbidos. Lo saludaron por su nombre y a él no le extrañó demasiado que fuera ruina el templo que dejó por consagrar ni más altas las biznietas de las mujeres de su tiempo, que en todo se parecían a estas, sobre todo en los guasones ojos y las canciones que cantaban.

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