Diario de León
León

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Ese olor dulzón de alfileres que llena las calles estos días son entrañas de León. Cuajos de la herencia que esta tierra construyó subida a un carro de bueyes, con el fruto de la cosecha de todo el año cargado a las espaldas, detrás de los pendones señoriales que ondeaban en la cabecera orgullosa del pueblo. Ejércitos de leoneses para gloria de sus señores feudales, mientras en la lumbre borboteaban alegres las morcillas en las que las madres consagraban la sangre de sus hijos. La metáfora de una raza contenida en esos humores que se licuaban de sol a sol en los campos a fuerza de arado, el unto que chorreaba de los lomos vencidos por la costumbre de no encontrar más remedio para el hambre que el trabajo, el llanto a manos llenas de cebolla machada por las abuelas de mandilón y pañoleta en luto...

Esa herencia se exhibe ahora envuelta en estandartes con corte de Ikea y empeño de parque temático de lo medieval. La moda que viste las calles del Cid para remitir a un pasado en el que asomarse por unos días al balcón como si se abismara en las páginas de Ken Follet. Paseos, entre compras de remedios caseros para las úlceras y curioseo de la labor de los artesanos nómadas, en los que se abona el bucolismo a escala y se incita la conjugación simplona en pretérito. Pero la esencia de este León deudo de San Froilán se aleja del mercadeo para fijarse a las yuntas del ganado, entretenerse en el cabrioleo que dibujan los mozos con el pendón aupado solo al cinto o en la barbilla, entregarse a la devoción de tocarle las narices al santo en La Virgen del Camino, comprar los perdones duros de cáscara de avellana... La fuerza de unas costumbres que son el recurso al que asir el desarrollo de una provincia que, rendida su herencia de mina, campo y ganado, confía su futuro al turismo, como Vizcaya lo hizo al acero. Volver al pasado para encontrar un futuro. Librarse del tributo de los cerca de cien jóvenes que pierde la provincia al mes, carretera de Castilla abajo, como antaño entregaba el centenar de doncellas al califa de Córdoba. Esas Cantaderas que se cortaron las manos para afearse y, cuando las descubrieron sus captores, dicen que se reían. Por las calles se las ve volver escoltadas por un pueblo que se debate entre el vasallaje al que le han uncido sus políticos y la reivindicación de una identidad propia en la que no esconder que son ciudadanos de su tierra. Huele a morcilla. Hierve León.

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