Diario de León
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León

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Cuando agosto llegaba a su fin, se desvaneció también el último nevero que resistía te­naz en las altas laderas del Lacillino, allí donde la Sierra de la Cabrera Baja precipita su vertiente norte sobre los valles súbitos que confluyen hacia el río Cabrera en las cer­canías de La Baña.

El tiempo de este nevero en su cita con la alta sierra se prolongó este año de forma que pudimos albergar la ilusión de que llegara a enlazar con la pri­mera nevada otoñal. Desde tiempos remotos se mantuvo la perduración estival de ese último resto allá arriba, como si fuera la levadura para fermentar nuevas masas de nieve, una garantía de continuidad al estilo del furmiento que las mujeres cabreiresas renovaban entre una masa y otra.

Hace unos 50 años se produjo la ruptura en la inveterada conti­nuidad y el blanco furmiento ya no hubo renovación, en armonía, diríamos que des­di­chada, con otras rupturas en la línea tradicional de una civilización que llegó hasta en­tonces. La inusitada duración de este año nos permitió evocarla con melancolía. Y ahora que se esfumó, libres ya nuestros ojos de melancolías y sorpresas, seguimos el trayecto de la Sierra hacia el oeste, para llegar al Picón, asomado al valle en cuyo fondo se acuna el gran lago de La Baña. El lago se columbra allá a lo lejos desde la carretera que as­ciende hacia Trevinca, camino de la provincia orensana, pero la visión ideal se ve de pronto sacudida por otra ruptura precisa y apabullante, en este caso física y geológica, a cargo de las grandes máquinas utilizadas en las explotaciones de canteras de pizarra.

Ya frente a ella, sorprendemos impreso en la pared un trazo gigantesco que nos hace enmu­decer de asombro. Tras unos 30 años de trabajos, el zarpazo vertical de las máquinas sacó al descubierto una figura fabulosa: la capa blanca del cuarzo que se enrosca con to­do su poderío en verdad telúrico, para envolver y aprisionar los bloques gigantescos de la pizarra oscura. No parece sino que la mítica serpiente expulsada del paraíso hu­bie­ra concentrado su furor inconcebible en ese abrazo sinuoso y mortal con que se hun­dió en la tierra. La ruptura nos despierta ahora la evocación melancó­lica de aquel paraíso.

Porque este del nevero tardío y la tajante mordedura es el espacio del antiguo pastoreo por las praderas de valles y montañas. Innumerables generaciones de pastores, hombres y mujeres, anduvieron por aquí en el tiempo que media entre la irrupción de la primave­ra y la llegada del San Miguel septembrino, siempre bajo el acecho del nevero del Laci­llino y sobre la ladera en que yacía sepultada la serpiente colosal.

Era un espacio de privilegio para el asiento de todo tipo de leyendas, que en los oídos de etnólogos aqueja­dos de prisa y entusiasmo pueril sonaron como historias ciertas: tal las ceibas, que esos oídos presuntamente ilustrados convirtieron en costumbres de iniciación sexual, preci­samente ritualizada en torno al tiempo del solsticio estival.

En realidad, se trata de una leyenda entre tantas, o como otros dijeron, una fábula. Porque la cosa es más sencilla, si tenemos el espacio y en él ponemos a gentes con toda la alegría de vivir y gritarla al viento. Una de esas costumbres ciertas sin rastro de fábula consistía en lanzarse pullas unos a otros los pastores de los pueblos.

Las pullas se decían a grandes voces en la dis­tancia y utilizaban términos agresivos y expresiones atrevidas en coplas de cuatro versos bien medidos con su rima incisiva. Pongamos un ejemplo: «Oye, ahí te va una pulla/ por debajo un escambrón,/ que tu madre es una puta/ y tu padre es un cabrón». Se trataba de provocar la hilaridad con ánimo puramente jocoso que diluía el insulto, pero es cierto que otras coplas cargaban una munición de más grueso calibre, no disparable en este rincón. De modo que recordemos otra de aliento igualmente incisivo, pero en un regis­tro muy diferente y amoroso: «Para qué quieres el pelo/ si no lo sabes peinar;/ para qué quieres amores/ si no los sabes cuidar». Y esta es la tercera, última y más íntima ruptura, tras la mineral y la cultural: este «nevero» lírico que se desvaneció sin dejar furmiento.

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