Diario de León
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Quizás la razón del fracaso del liberalismo en la historia de España, siempre derrotado por los extremismos: carlistas, absolutistas y fascistas, a su derecha; anarco-social-comunistas, a su izquierda, no haya sido el sectarismo de los españoles, que lo es. Quizás la mediocridad y la torpeza de los adalides de ese centro derecha, reformista, regenerador, que nunca ha triunfado por estas lindes, haya sido tan responsable como lo otro. Ahora la ultima reencarnación de ese líder redentor de la derecha liberal ha hablado, por fin, para explicar en un libro el misterio de su fiasco hace escasos meses, con sus 50 diputados en el Congreso.

El daño que ha hecho a este país ya solo es comparable al de los grandes iconos de la historia negra de esta España de las desdichas. El obispo Don Opas, Bertrand du Guesclin, la loca reina Juana, el valido Olivares, el odioso Godoy, Manuel Azaña y alguno más que me dejo en el tintero.

Aducir ahora, en su libro, que su error fue no saber desenmascarar a Pedro Sánchez, es una «boutade» más que soberana... así en francés se hace más suave ¿Desenmascararle, ante la ciudadanía, con todas las TVs al servicio del Gobierno en funciones? Hasta un niño sabría que esa tarea era de ilusos. El Sr Rivera se ahorraría el sufrir de nuevo el escarnio de su fracaso si reconociera que su rival fue simplemente más hábil o que él mismo se equivocó al pensar que tenía a un millón de votantes del PP y un cuarto del PSOE en el bolsillo.

Nadie le obligaba a tragarse la bilis de figurar de vicepresidente al lado de ese fulano al que desprecias con razón más que sobrada: simplemente se le pedía que consintiera con sus 50 diputados, un Gobierno del PSOE, en minoría, para alejarlo de los enemigos de la nación. ¿Fue tan iluso como torpe o solo fue que le devoró la ambición de residir en la Moncloa para compartirla con su nueva cónyuge, la Sra Malú?

Reconozco que personalmente retraté al Sr. Rivera en Alsasua, en la primavera del 19, cuando fui testigo de cómo no tuvo arrestos de detener ipso facto su discurso en la plaza Mayor al comprobar cómo era saboteado por las campanadas que un grupo de abertzales empezaron a repicar en el campanario y exigir a la Policía Vasca que subiera a detener a los delincuentes. Un tipo con una personalidad tan floja —pensé— no puede ser político de valía en este charco de serpientes que es el Congreso del Reino de España. Mucho me apenan los 500 euros que derroché sufragando su partido, por filantropía, durante cuatro años. Sospecho, pura intuición, que fue la que ahora es su cónyuge, la que te llenó la cabeza con el pajarito de residir cuanto antes en la Moncloa, a mayores del consejo del cabeza de tu cuadrilla de subalternos, el que ahora te servirá de pasante en tu despacho de abogado.

Como bien argumenta el señor Ramírez, no puede sostener Albert Rivera que aspiraba a superar al PP ya mismo, cuando en las municipales de mayo se demostró que volvía a crecer a expensas de Cs. Fue simplemente su ansía de palacio el que le llevó a rechazar ser subalterno del que detestas. La ambición, con altanería, sin destreza, o astucia, al menos, es la peor de las consejeras.

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