Diario de León

Aquel instituto que expandió leonesidad

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Ya no está. Cincuenta años después no encontramos nuestro viejo edificio. Es cierto que lo importante son las vivencias, los condiscípulos, los profesores, las penalidades, los suspensos o las alegrías de un notable. Pero la materia, el corpus del entorno nos lo llevaron. En 1996 , y en estas mismas páginas del Diario de León escribía que aquélla «antigua ánima que bajo los escombros de la piqueta colma el alma de aquellos alumnos...». Ya no está. Venimos a León a reunir en nuestro recuerdo a aquellos bachilleres que se titularon en el Instituto Padre Isla en mayo de 1952. Nuestra leonesidad arrancó ayes en la diáspora y el lagrimal escuece en el encuentro. Nuestro camino fue largo, las canas aparecen, los nietos nos festejan, pero ¡ay! la evocación de siete años unidos en la enseñanza se rememora. Nuestra leonesidad se expandió por España y allende de ella. Hay médicos, marinos y jueces en Bilbao. En Galicia ingenieros, médicos en Andalucía, farmacéuticos en Aragón, militares en Levante. Y en León quedaron compañeros en la enseñanza , la medicina, la ingeniería. Todo ello bajo la gracia de aquél título expedido en el Instituto (¿Por qué en Oviedo?). Ahora, después de 50 años, se fueron los profesores, fallecieron compañeros -algunos hace tan poco como Gregorio, Arias Reyero, Bolaños-, nos quedaba la materialidad del edificio. Nos hubiera gustado recorrer las viejas aulas, mirar aquellos techos donde nunca había una respuesta al compromiso preguntón; nos hubiera gustado besar aquellos suelos o bajar a saltos las escaleras; escuchar psicofónicamente el griterio del recreo. Nada. Lo más triste es que nadie razona su demolición. Nadie sabe la verdad; como dijo nuestro Padre Isla «no habla porque está lleno de verdades, sino que anda buscando verdades porque tiene precisión de hablar». Nadie dice la verdad. El que fuera profesor de aquel instituto, José Antonio Serrano (q.e.p.d.), escribió - juntamente con la profesora María Luisa Caballero-- una crónica en la que refleja los últimos años del viejo Instituto, narra la solicitud del claustro de profesores la adjudicación de las obras de un nuevo instituto. Edificio que se inaugura en octubre de 1966: brillantes discurso, el señor Subsecretario hace un panegírico, pero ¿qué hacemos con la belleza arquitectónica del antiguo?. Pues nada, la piqueta que los techos son altos, las aulas espaciosas y no hay jardines. Cualquiera que vea fotografías de aquel Instituto ubicado en Ramón y Cajal -y en el libro de Serrano hay profusión gráfica de ellas- observará que la fachada es de una belleza impresionante, los rincones con detalles, los laterales alados y las escaleras señoriales. La estructura académica de nuestro Instituto data de año 1846, de forma que en el año 1946, cuando ya estábamos cursando la enseñanza se celebra el centenario con diversos actos a los que acuden aquellos muchachos , adolescentes aún, a lo que no se les alcanzaba la conmemoración. Pero, hace nada - 1996- se celebró el 150 Aniversario y fuimos unos desconocidos para las autoridades académicas. Pero no lo somos para nosotros mismos que añoramos el continente, festejamos y amamos el contenido. Ya no está. Fue construido a través de un concurso entre arquitectos. adjudicándose al arquitecto de Oviedo señor Suárez García y la dirección de la obra a los arquitectos Oriol y García Martínez. Estamos en 1917. Obra de principio de siglo que, por lo menos debería de haberse destinado a otras funciones. En los años de su derribo ya existía la técnica de conservar las fachadas y derribar el interior si, como parece, se tenía por afuncional. Ignoro su estilo arquitectónico pero sabemos que visto , ahora, es bello. Y los estilos - como decía nuestro Padre Isla. pueden llamarse de cualquier manera, por ejemplo cacocedo que imita mal, frío, por peregrino, etcétera, llámense como se llamen pueden ser rechazados a la vista o al corazón; pero el nuestro conserva , a pesar de todo, el recuerdo gozoso -y penoso a la vez- de haberlo tenido como casa de estudios desde 1945 a 1952. Dice Serrano en su crónica que «magnífico edificio tenía el Instituto». Pero se olvida de hacer la crónica de aquellos años y, desde el centenario, «sigue la vida tranquila del centro», sin más reseña que la jubilación de profesores, hasta el Plan 53. Nuestro tiempo sin crónica. Pues la hubo, y mucha. No fue una etapa oscura, como se dice en ocasiones; bien que la escasez y la política nos pudo atenazar pero, ahora, en el recuerdo no lo lamentamos. Nuestro temple de jóvenes queda reflejado en aquella revistilla con el título evocador de «Nosotros». Maximino Arias Reyero, que falleció hace muy poco, sacerdote en América, escribía sonetos: «Si el mundo es una bola, bien se alcanza /que todo sea ficción y sea mentira; /que el egoísmo sea lo que inspira, / al perder la ilusión y la esperanza», (decía en el primer cuarteto). J. García Mato escribía sobre «las ganancias de un poeta». Escribían, y bien, Honorio Gómez, Afrodisio Ferrero, Bardal ... Tantas ganas de decir algo que la redacción puso el anuncio de «no se admiten más artículos». No, no fueron años de oscuridad. Aprendimos lo que era disciplinar el cuerpo y el espíritu. Conocemos la etimología de las palabras, gracias al latín y griego. Bien que no había libros de texto apetecibles, pero se suplía con el ingenio. No conozco a ningún condiscípulo que su vida sea frustrante o que no tenga recuerdos inmejorables de profesores o compañeros. Por eso, ahora, en este mayo académico, después de pasar por el cedazo de la vida, nos queda la ilusión del encuentro físico y animoso, perlado de una pequeña lágrima por la pérdida del entorno aular. Medio siglo no es nada si se adorna con el color de un encuentro cariñoso.

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