Diario de León
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Tradicionalmente los cementerios de los pequeños pueblos ocupaban un espacio adosado a la iglesia parroquial en uno o más costados, rodeándola entera incluso, y en este caso la entrada al templo era por el cementerio. A mí me parece ver en esa distribución un simbolismo emocionante. Si cementerio es dormitorio, ha aquí a los fieles difuntos cobijados por la iglesia, plácidamente dormidos en espera del despertar al clamor de la trompeta final. Con frecuencia iglesia y cementerio se emplazaban en lugares altos, destacados sobre los breves caseríos, quizá incluso levemente separados de ellos, y entonces la visión a lo lejos se imponía como la figura de una nave en singladura mística con su cargamento precioso arrastrado en feliz y rendida estela.

Esas franjas de cementerio acaso podrían también conceptuarse espacios de transición donde los afanes de la vida cotidiana se remansaban como olitas rendidas antes de abordar el espacio sagrado. Y de ahí que se cultivaran como breves jardines primorosos cubiertos de flores a la sombra de árboles como el olivo, el tejo o la acacia.

Ocurría que en tiempos de poblaciones nutridas y alta mortalidad era preciso liberar espacio para las nuevas sepulturas, de modo que, transcurrido el plazo mínimo desde el enterramiento, se procedía a vaciar las sepulturas. Los restos recuperados eran colocados en el lugar dispuesto para ello, que era el osario. Todas las iglesias lo tenían, bien dentro de sus muros o algún otro rincón siempre a su amparo. Con el paso de los años ya no fueron necesarios, bien porque los cementerios fueron ampliados y dotados de nichos o porque directamente abandonaron el ámbito de la iglesia para ocupar espacios alejados del pueblo. Los osarios fueron así abandonados y quedaron clausurados, señalados con una cruz.

Resulta muy curioso saber que al menos en Ambasaguas, barrio de Quintanilla de Losada en Cabrera, el osario de su iglesia se denominaba «carneiro» (carnero, depósito de carne). El término suena en verdad bárbaro y, nunca mejor dicho, descarnado, y sin embargo responde a la ortodoxia más depurada. Porque aquí, carne no es envoltura o relleno del esqueleto, sino que designa al mismo ser humano en su condición de frágil y mortal criatura. «Mi carne tiene ansia de ti», canta el salmo bíblico, mientras que el profeta Isaías clama que «toda carne es hierba» y el evangelio de San Juan afirma que «el Verbo se hizo carne». De modo que lo supiera o no, quien denominó carneiro al osario de Ambasaguas estaba así confesando ese postulado de la fe del credo cristiano, que es la resurrección de la «carne».

Sobre todo en los días de primavera el jardín florido del cementerio junto a las huertas y los setos de saúco era lugar propicio para emprender pensares melancólicos con sus pesares asociados acerca de la belleza de las cosas en pugna con la vida breve, mientras en los árboles frutales y los saúcos cantaban los ruiseñores. En cierta ocasión hubo en Trabazos una misión de renovación religiosa, dos o tres días durante unas horas al atardecer en época de menores tareas agrícolas. Como de costumbre, la emprendieron dos frailes predicadores. Uno de ellos se hacía cargo de la exposición doctrinal y como tal componía una figura de porte altivo y ademanes severos, acorde con su rígida prédica dogmática. El otro asumía la parte moral o de aplicación práctica y entretenía a la gente con sus pláticas más amenas. Si aquel era el serio, este era el gracioso, como solía ser en estas parejas. Aquella tarde en Trabazos, cuando fue el turno de este último, comenzó diciendo a los fieles un poco decaídos tras la prédica de su compañero que, mientras ellos escuchaban, él se había dedicado a pasear lentamente por el cementerio alrededor de la iglesia. Y lo que tenía que decirles era que junto a algunas sepulturas le parecía percibir una lejana voz lastimera (y su entonación reproducía el profundo eco): «Misionerooo, ‘pedrícales’, que yo estoy en el infiernooo…» Y por el contrario en otras la voz surgiendo sonaba alegre y saltarina: «¡Misionero, yo estoy en el cielo!».

Así me lo contó con ese matiz peculiar de su lengua propia quien era entonces un niño y estaba allí. Años después, ya mozo bien curtido, salió por vez primera del pueblo a trabajar en la construcción. Estaba con sus compañeros de cuadrilla en una ciudad de Levante. Iban siempre juntos al tajo en una furgoneta. Comprometido un día a ir por su cuenta, finalmente no se presentó en el trabajo. Cuando ellos volvieron a la pensión para el almuerzo y le reclamaron su ausencia, él les dijo que había ido, pero a mitad de camino se había dado la vuelta. Confesó con toda ingenuidad la razón: ¡había visto al demonio! Los incrédulos compañeros comprendieron al fin: en realidad se había cruzado con un hombre de raza negra. Pero las burlas no le hicieron mella, pues qué otra cosa podía pensar quien desde pequeño oyó siempre, tanto en casa como en la iglesia, que el demonio era negro. Al fin lo había visto rondando, él, que nunca había abandonado aquellos jardines primordiales de su vida, el pequeño y florido del cementerio cobijado por la iglesia y el grande de la vieja cultura tradicional campesina, viajera en su sangre y difusa en el aire que respiró al nacer.

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