Diario de León
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En el Museo Puskhin de Moscú se exhibe orgullosamente el cadáver momificado de un antiguo egipcio de nombre Hor Ha. El cadáver está envuelto en una reseca  tela  de esparto y aunque rota  en alguna partes, ésta envuelve todavía, con asombrosa firmeza, el cuerpo muerto que yace bajo ella. Un recio sarcófago de roble  contiene al silencioso cadáver y ambos,  sarcófago y cadáver,  se muestran dentro de una cerrada cámara de cristal iluminada por un  potente foco de luz lateral. 

Absorto delante de la desazonadora reliquia del pasado trato de imaginar el rostro oculto bajo la  estameña. Trato de imaginar su vida en algún lugar del misterioso país de los dioses-halcones. No hay elementos con que reconstruir su cara, oculta bajo la tela, no puedo ubicarle en ningún momento concreto. Desisto de empeño tan arduo como pueril, pero entonces me asalta un pensamiento turbador. 

Durante 2000 años, quizás, estuvo este cadáver sepultado en algún lugar bajo la arena ardiente del desierto, en el silencio y la oscuridad que son derecho y privilegio  de una cadáver. Hasta que un buen día, después de ese sueño de siglos,  fue sacado a la luz, por las manos sacrílegas de algún arqueólogo ansioso de glorias mundanas y desde hace 50 años quizás soporta esa luz obscena e hiriente del foco del museo que lo desnuda y lo muestra impúdico e inerme a la curiosidad morbosa del público. Porque muy pocos son los visitantes que le observan con el silencio y el recogimiento que se debe guardar a un cadáver. Risas y chirigotas  es más bien lo que se escucha  en torno a la momia. 

En prevención de tan horrible destino, he resuelto pedir en mi testamento que incineren mi cuerpo

¿Se imaginaría ese individuo —me pregunto— el destino que le aguardaba? Sea cual fuere la respuesta ¿quién no le disculparía si una nueva maldición de la momia cayera sobre los desaprensivos espectadores? Y también sobre los sacrílegos profanadores de su sagrado derecho al reposo post-mortem que consideramos intocable en nuestra sociedad moderna. Siento un leve cosquilleo en el costado, a la altura del hígado. Quizás ese hombre también padeció de esa delicada víscera. Me llevo la mano al punto del dolor y me siento aturdido por una súbita impresión. ¿Y si el destino del mío, es decir, de mi futuro cadáver es el mismo que el de Hor Ha?  Alguna mano sacrílega lo extraerá de su nicho y lo sacará a la luz para exhibirlo en un museo ante quien sabe que extrañas criaturas en un futuro impensable. No hay derecho, me digo, y en ese instante resuelvo una decisión largamente aplazada. No quiero ser cadáver, ni siquiera esqueleto. En prevención de tan horrible destino, he resuelto pedir en mi testamento que incineren mi cuerpo. 

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