Diario de León

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En la educación recibida por muchos de nosotros, al menos en mi generación, y latente en nuestra cultura occidental, amor y sexo se nos han presentado como dos grandes antagonistas irreconciliables. Esta historia viene de muy atrás; desde los orígenes del cristianismo, Eros, dios del amor para los griegos, se enfrenta con Ágape. El primero representa el reino de la carne, el cuerpo material, mientras que el segundo hace referencia al espíritu.

En el origen de este dualismo maniqueo (materia-espíritu, cuerpo-alma) tiene mucho que ver la doctrina de la «gnosis» (gnosticismo: el cuerpo como absolutamente menospreciable), doctrina aparecida en los primeros siglos de nuestra era. A partir del gnosticismo, la oposición Eros-Ágape va a dar origen a una doctrina en la que amor y sexo serán dos polos opuestos e irreconciliables. Desde los orígenes del cristianismo, los pensadores influidos por el pensamiento gnóstico asimilan el amor humano, corpóreo (obra de Eros) al amor terrestre y carnal, mientras que el amor divino (obra de Ágape) se asimila a lo celeste y espiritual.

Popularmente se ha traducido «amor erótico» como sensualidad y «amor agapetónico» como continencia. El siglo IV, época de pujanza cristiana en la oposición contra el paganismo, podemos decir que es la edad de oro de la continencia, como una virtud heroica que se predicó e impuso sobre todo en el monacato, muñidor de la mentalidad occidental. Por su parte, en el Hinduismo, Budismo y Taoísmo se empleó como «técnica».

Occidente considera el sensualismo como símbolo de paganismo y enarbola la continencia, como estandarte o trofeo preciado. La noción de pecado se centra en la sensualidad, mientras la virtud va unida a la continencia, a la abstención de todo lo que haga referencia a sensualidad; ésta, en la moral cristiana, se considera como una «tentación hacia el mal».

El deleite genital sería el súmmum del placer carnal (perversión) y la abstención del mismo sería la máxima virtud; a partir de aquí, lo que empezó como un enfrentamiento ideológico se ha convertido para los creyentes en un postulado ético-moral: sensualidad—vicio-pecado, versus continencia—virtud.

Y esto, a través de corrientes fundamentalistas y ultraconservadoras, ha focalizado, de forma casi patológica, la obsesión de la moral católica al considerar como la única materia («in re venérea», decreto del P. Aquaviva, sj, 24.4.1612), que no admite «parvedad»; lo cual resulta absurdo e inaceptable, pues, si bien salvó del rigor inquisitorial a la Compañía de Jesús, supuso una deplorable consecuencia: la deformación y la opresión de millones de conciencias sumisas, en todo lo referente a la sexualidad, mientras se minusvalora la gravedad del robo, de la mentira, del odio destructivo, de las faltas de respeto, etc. Y oficialmente, esto hoy sigue sin corregirse.

En la milenaria batalla de la moral sexual católica, la gran perdedora sigue siendo la sexualidad humana, componente básico de toda persona y de su personalidad. No hemos aprendido los creyentes que Dios se «encarnó» y vio que cuanto había hecho era «bueno». San Agustín, con un peso grande a sus espaldas, por su historia personal llena de amores, amoríos y vivencias íntimas de la sexualidad desde la adolescencia, cuando llegó a obispo, tuvo que lidiar con herejes y, al estructurar su teología sobre el pecado original, hizo uso, como es lógico, de sus conocimientos y de todo su imaginario personal. Fruto de ello, de lo que él era y de sus múltiples circunstancias y coyunturas, sufrimos, aún hoy, graves secuelas de maniqueísmo, de mirada sospechosa sobre el matrimonio y un concepto negativista/peyorativo referido a la sexualidad humana. Obsesionado con el pecado original, se olvidó del cariño original-primordial del buen Dios hacia sus criaturas, hacia la pareja humana a la que encargó, además de reproducirse y apoyarse afectivamente, del cuidado respetuoso y uso racional del resto de la creación (los animales, las plantas, el agua, la tierra, el humus).

Aurelio Agustín (354-430), huérfano prematuro de padre y con una madre absorbente y muy interesada en buscarle (¿egoístamente?) una compañera de clase social superior a la de la progenitora de Adeodato…, este Agustín siempre arrastró las secuelas y las heridas mal cicatrizadas de su mundo afectivo-emocional insatisfecho.

Esta tragedia marcó todos los días de su vida como persona, como hijo, como amante, como padre, como obispo y, por supuesto, como escritor-intelectual, más tarde doctor de la Iglesia.

Sus biógrafos, en muchas ocasiones, han sido más panegiristas que críticos imparciales, presentándonoslo como modelo-maestro-doctor en todo, y ¡no! Aurelio Agustín fue un hombre con personalidad desbordante y rica, pero quienes lo tomaron como banderín de enganche, de forma muy poco crítica, canonizaron sus muchas virtudes, pero erróneamente, también sus fallos/vicios, que los tuvo y no ocultó nunca.

Basta leer despacio sus escritos, sobre todo sus Confesiones , y la novelita Vita brevis , de Jostein Gaarder en la que este autor demuestra conocer la vida y obra de San Agustín.

Hoy…, de aquellos polvos, aún chapoteamos en estos lodos. ¿Hasta cuándo? Hasta que universalmente la sexualidad humana sea considerada como un valor fundante de la personalidad y admitida como una realidad positiva, bio-dinámica, cuya finalidad no es sólo la reproducción biológica. Esto se ha velado celosamente en la educación cristiana de Occidente, hasta casi nuestros días, y se ha sellado el tema declarándolo, de facto, «tabú». ¡Un gravísimo error, desde mi perspectiva!

Los valores y los dones de la persona humana han de ser cuidados y tratados con el máximo respeto; lejos de la chabacanería (tubo de escape para el tabú impuesto), nuestra sexualidad debe ocupar un lugar privilegiado en la formación y en el sano desarrollo de nuestros hijos. De padres bien formados y equilibrados, de profesionales de la educación y de la higiene médica, igualmente bien formados y equilibrados, obtendremos una sociedad madura y feliz. Si esto no se cuida e institucionaliza adecuadamente, corremos el peligro de convertir a muchos colectivos sociales en auténticos burdeles, muy similares, pero peor organizados que algunas granjas de suidos. En las granjas y en la selva, los animales se rigen por la ley del instinto, que nadie viola.

En la sociedad humana evolucionada, los instintos y las pulsiones deben ser educados y encauzados mediante el control de la razón; por algo estamos en el vértice de la pirámide; para todo esto, en sociedades democráticas, se exigen gobernantes en los ministerios, que sepan bastante más que deletrear y firmar con el pulgar.

Ministerios y Gobierno deben ser servicio, nunca vicio ni fornicio.

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