Diario de León

«Alea jacta est» (la suerte está echada)

León

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El pueblo ha hablado, pero ha dejado en un claroscuro el mensaje que ha dado a los políticos. Éstos no han tardado en tratar de interpretar lo claro y lo oscuro de dicho mensaje empleando la técnica conocida como el oxímoron perfecto: el llamado juego del que gana pierde y el que pierde gana. Dicho de otra manera, el pueblo ya ha votado, pero solo nosotros, los políticos, sabemos lo que realmente ha querido decir, y punto. A partir de ahí, una vez que nos has votado, el empleo que hagamos de tu voto es cosa nuestra, aunque se te revuelvan las tripas cuando comas el cocinado que salga de nuestros mejunjes. Puede ocurrir que el que más haya perdido sea el que más gane y el que más haya ganado sea el que más pierda. Así es la vida. Lo que menos cuenta es la verdad, sino la interpretación que se haga de ella, incluida la mentira. Y de eso, este Gobierno sabe un montón. Bueno, y la mayor parte de los políticos también.

El mayor problema, a mi juicio, es que el pueblo ha hablado a la vez en diferentes lenguas y puede ocurrir, como en el mito de la torre de Babel, que acaben confundidos, sin entenderse y la torre se venga abajo. Lo malo es que esa torre se llama España que corre el riesgo de convertirse en una «unidad de desatino en lo universal». ¿Será que el genoma de lo español ha sufrido mutaciones maniqueas y suicidas y está condenado a repetir las mismas conductas?

Se me objetará que el genoma español es mucho más rico y diverso que sus mutaciones patológicas. Así lo pienso igualmente, y ahí está la prueba en su historia, en su literatura, en su arte, en sus costumbres y en su riqueza intelectual y emocional.

Entonces ¿qué pasa para que se repita la tendencia autodestructiva, cainita, sin otro sentido aparente que el placer sadomasoquista que la impulsa? No busquen la explicación en las diferentes sensibilidades o en aspiraciones identitarias diferentes. Eso es, solamente, un intento de superar, por desplazamiento, el conflicto inconsciente que sufre.

Algunos objetarán que estoy describiendo un estado patológico de España. Pues claro que sí. Con otras palabras y con mayor riqueza de estilo y poesía incluso, ya lo han descrito personajes insignes de nuestra historia y literatura. Lean y valoren a Cervantes, a José Ortega y Gasset, a Antonio Machado, a Unamuno, a Delibes, a Buñuel etc., etc. y constatarán lo que vengo afirmando.

Habrá que dejar de marear la perdiz, dejar de buscar explicaciones acomodaticias, dejar de desplazar el punto de mira, dejar de mirar al dedo y centrarnos en lo que él señala. En definitiva, coger el toro por los cuernos, tal como nuestro acervo cultural y el saber del pueblo nos enseñan y aconsejan. Estoy convencido que en España no faltan, más bien al contrario, mentes brillantes, honestas y valientes capaces de analizar y plantear adecuadamente el problema. Es cierto que para acertar en el análisis y buscar los remedios al conflicto han de existir un deseo y un compromiso de asumir, a veces dolorosamente, tanto lo que se encuentre como la renuncia a los beneficios secundarios que, lamentablemente, acompañan y mantienen el conflicto.

Pero nos estamos jugando nuestro destino como colectivo. Lo que no cabe esperar es que sean los políticos quienes arreglen y resuelvan el problema. No es su objetivo ni tienen capacidad para tal tarea al estar mediatizados y encorsetados por un corpus doctrinal demasiado apegado a lo concreto e inmediato, sin excluir lo egoísta. Habrá algunos de entre ellos que podrían iluminar el camino, pero la mayoría de los suyos les cerrarán las vías de acceso porque temen que tendrán que renunciar a sus creencias miopes y a los beneficios que conllevan.

Sin embargo, los políticos, dado el contexto, son necesarios para permitir que los que saben den su opinión, estudien la etiología, valoren la sintomatología y pongan en práctica sus conocimientos terapéuticos. Sé que el símil médico es un recurso al que acudo por deformación profesional, pero creo que no estoy desencaminado al utilizarlo, lo cual no excluye otros métodos siempre y cuando busquen la solución real al problema. Ahora que se está poniendo de moda el asunto de la salud mental y se está perdiendo el miedo a las etiquetas peyorativas de los conflictos y enfermedades mentales que la alteran, mediatizando a las personas, es el momento de asumir sin complejos que la sociedad española padece una serie de problemas estructurales congénitos (escuche al lamento dolorido del poeta: «españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón») y para los cuales existen las ayudas y tratamientos correspondientes.

Sé que la negación es un mecanismo de defensa que pretende convencer de que «lo que no se ve no existe», a la vez que se cierran los ojos. Hubo un tiempo, que está todavía muy presente en nuestra historia, en el que se pretendió resolver el problema a base de «mano dura, palo va y tente tieso». O (permítanme la nota de humor) «leña al mono hasta que aprenda el catecismo».

Conocemos, lamentablemente, su resultado. Pasado el tiempo, y conscientes del fracaso del método, nos dimos un abrazo de hermanos que parecía zanjar y resolver para siempre los destrozos que producen el odio, la envidia y el resto de los pecados capitales, que no tienen cabida en las relaciones fraternales auténticas.

No fue un error, no, el abrazo, pero, igual que la mala hierba rebrota y hay que estar muy atentos con la azadilla o el herbicida, nos hemos relajado y se han ido reproduciendo nocivas tendencias pretéritas, se ha avivado el fuego mal apagado, sobre todo por la tendencia pirómana de ciertos personajes que aseguran que aquello nuestro no fue un abrazo sincero sino un paripé interesado y obligado. Un poco más y lo califican de un beso de Judas. Quienes así descalifican la sincera intención del abrazo son, precisamente, quienes no participaron sinceramente en él y que tampoco consideran que sea la forma apropiada para resolver el problema que nos plantea la convivencia, que ya sé que no es sencilla, pero que podría sobrellevarse mejor con buena voluntad.

Mucho me temo, no obstante, que el problema, el mal, como indicaba al principio, hunda sus raíces en lo inconsciente, en aquello que existe y que en gran parte nos mediatiza los sentimientos y la conducta, incluso a nuestro pesar. Es igualmente cierto que poseemos un don extraordinario que es la inteligencia en sus diferentes formas, incluida la emocional, y que puede, si realmente lo decidimos así, cambiar, modificar o suavizar ciertas tendencias oscuras y negativas que tenemos como pueblo y que tanto daño nos han causado y amenazan nuestro futuro. Quienes me conocen saben que no soy un naif ni tampoco un derrotista, y aunque sigo esperanzado en que la terapia génica solucione muchos de nuestros problemas, mientras llega tal maravilla creo que merece la pena pararnos a pensar, como pueblo, qué podemos hacer para mejorar nuestro entendimiento. Si no lo hacemos, seguiremos, en bucle, dando palos de ciego, despotricando después tras lo poco acertado de nuestro proceder.

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