Diario de León
León

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Ciertas conductas humanas nos sorprenden por lo aparentemente extrañas e incluso contradictorias, al menos valoradas por unos principios habitualmente contrastados por la lógica. La frase conocida como «están juntos, pero no revueltos» viene a indicar que individuos o grupos sociales se juntan, a veces, en aras de obtener un fin, pero conservando cada uno su propia idiosincrasia. En el caso que nos ocupa parece que ocurre todo lo contrario. Es, quizás, porque se adhieren al oxímoron del «sonoro silencio» para intentar mostrarnos la «soledad de la compañía o la compañía de la soledad». Claro que luego se arman un lío y no aciertan a distinguir ni de dónde vienen ni adónde van, porque, y acaso esa sea la verdadera razón de su proceder, están cegados por el resplandor de la oscuridad…

Les voy a contar un cuento, mejor, una fábula. Érase una vez un grupo variopinto de seres del Señor, llamados animales. Eran animales de toda la vida que se habían acomodado, con sus más y sus menos, a convivir con otros animales de su entorno. Es verdad que dentro de cada grupo de animales había individuos que disentían de las reglas impuestas por la madre naturaleza y no perdían la ocasión para protestar al respecto. Había uno de mirada desagradable (desagradable para los demás animales, se entiende) que siempre que podía aprovechaba para reivindicar el derecho (él no entendía que solo fuese un deseo) de poder volar. Si era inteligente, fuerte, valiente, incluso feroz, a ver por qué no podía despegarse del terruño, sobrevolar sobre los demás.

Además, se sentía obligado a arrastrarse, y, lo peor, a compartir el territorio con otros animales, incluidos los de su especie que no compartían sus sueños y que preferían sacudir el árbol para recoger las nueces. Total, que tenía encontronazos por doquier, pero también muchos adeptos.

En otro grupo, denominado de la familia de los roedores, a su vez dividido en otros grupos, pero que en esencia compartían tanto la astucia como la cobardía del ratón, había asimismo individuos que no aceptaban el estar mediatizados por un tal felino llamado gato que les traía a mal traer. El caso es que el gato les dejaba hacer y solo de vez en cuando les pegaba un susto cuando intentaban subírsele a las barbas. Una vez hubo uno muy atrevido que propuso poner un cascabel en el cuello de dicho gato para así tenerlo controlado en sus idas y venidas, e incluso tenderle una trampa después. Aquello no prosperó porque nadie se atrevió a llevar a cabo tal cometido. Pero, en fin, seguían con la misma intención y el mismo sueño.

En otro grupo denominado de los alacranes o escorpiones, subdividido en diferentes especies, algunas muy venenosas, otras no, ocurría que había individuos que no estaban de acuerdo en que no supieran nadar. Ellos utilizaban muy bien las pinzas y el aguijón, pero a menudo se encontraban a merced de otros animales. Total, que soñaban que algún día ellos dominarían y tendrían bajo control el mundo animal, y ya no digamos si pudiesen nadar y guardar la ropa.

Como os decía, los animales estaban sujetos a unos principios programados por la madre naturaleza que había decidido que todos debían comportarse con arreglo a los mismos.

Eso en teoría, pues en la práctica la cosa era bien distinta, dado un número nada despreciable de animales que, bien sea por insatisfacción o por rebeldía, se mostraban tendenciosos y peleones contra las normas. Dentro de esos insatisfechos o rebeldes les había de todos los colores y condición.

La madre naturaleza creyó oportuno, también, para gobernar a ese mundo animal tan diverso, disperso e incluso perverso, designar a ciertos animales que por sus cualidades serían los reyes (con mando en plaza) de los tres ejércitos de «tierra, mar y aire». Todo parecía ordenado y discurría satisfactoriamente, pero no a gusto de todos. Por eso, los animales decidieron que serían ellos quienes eligiesen a sus dirigentes. Así, eligieron unos al burro, otros al elefante, otros al águila, otros a la gaviota, otros al león, e incluso los más siniestros eligieron a la serpiente o al tiburón. Ellos sabrían por qué.

Una vez ocurrió en una pequeña parte del planeta, donde los animales estaban muy divididos y peleados entre sí, que, al tener que escoger al animal que les gobernaría, dudaban sobre el apropiado. Era cierto que el asunto era muy complicado pues el sistema anterior se había ido deteriorando, e incluso pudriéndose en parte. Todos los grupos animales se echaban entre sí la culpa de tal desmán. Cada uno se aferraba a sus principios y egoísmos que ellos denominaban derechos adquiridos sin más. No se ponían de acuerdo para nada, solo si, por egoísmo, atisbaban que podía beneficiarlos. Entonces hacían el paripé de entendimiento y buen rollo. Lo del bien común los traía al pairo. En esas estaban, cuando un animal astuto donde les haya apareció en escena. En realidad, ya se había dado a conocer sobradamente en el pasado, pero su fama de poco fiable por su talante de engañador sin escrúpulos no acababa de convencerlos. El animal en cuestión pertenecía al género de los cánidos, llamado zorro al que no le faltaba capacidad para buscar soluciones a todo tipo de problema. Ahí residía su inteligencia y astucia, aunque le faltase valentía, siendo, en realidad, bastante cobardón. Pero eso lo ocultaba, bien fuera porque ya se encargaba de que otros cumplieran con ese cometido por él o porque se escondía tras el refrán de «más vale maña que fuerza».

«Tú nos prometiste que podríamos volar y aquí seguimos arrastrados», le recriminaban algunos; «nos prometiste que nadaríamos y aquí seguimos con el aguijón venenoso que apenas si hace daño, reclamaban otros; nos aseguraste que pondríamos un cascabel al gato, y ahí sigue tan peligroso como siempre. Es más, estamos más divididos que nunca y encima se está poniendo muy chulo el ratón amarillo que se ha echado al monte creyéndose con más derechos que los demás».

«Calma, calma una vez más, que todo se andará, os lo prometo», les respondía. «Fijaos bien, ¿no os dais cuenta que os arrastráis menos que antes? ¿y que vuestras pinzas y aguijón mantienen a raya a vuestros, nuestros enemigos? ¿os ha hecho algo el gato al que ya me organicé yo para cortarle las uñas? Y eso es solo el principio, creedme, soy vuestro salvador, aceptarme como tal, no importa que entre vosotros os llevéis a matar, haced, por vuestro interés, como que estáis juntos, pero no revueltos. Solo así venceremos al enemigo común».

No sé si lo conseguirá. Fin de la fábula, de momento. Por cierto, cualquier parecido de este cuento con la realidad sería pura coincidencia…

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