Diario de León
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El pasillo amplio destilaba limpieza, yacente envuelto en suave luz filtrada de grandes ventanales cubiertos por largas cortinas blancas ondulando. Al final había una salita de estar y allí la encontré, sentada o más bien como ovillada en un sofá. Me detuve a observarla un momento desde la puerta. Estaba como abstraída en su pequeño mundo, movía la cabeza, se alisaba la falda. Me pareció un poco más menuda de lo que la recordaba y tan guapa con su vestido floreado y su chaquetilla azul de punto. Cuando levantó los ojos hacia mí, tardó algún tiempo en reconocerme. Me miraba con la cabeza un poco ladeada y los ojos entornados, y de repente prorrumpió en una larga exclamación mezcla de asombro y de alegría: «¡Oh, oh, oh! », —decía con los ojillos brillantes y accionando los brazos en acordeón. Luego nos dimos un abrazo y ella reía y lloraba. Cuando se calmó, le propuse andar un poco por el pasillo. Tuve que decírselo por señas, porque apenas oía, y aunque al principio se negó, señalando a sus piernas muy seria, al fin sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió lentamente los ojos y los labios. Volvió a sonreírme, estaba lista. De modo que la incorporé, ella se agarró de un artilugio para deslizarse sin peligro de caer, yo la tomé del brazo y salimos al pasillo.

Y entonces comenzó a cantar. Su canto no seguía ninguna melodía definida y ni siquiera las palabras eran reconocibles. Era simplemente una suerte de melopea desmañada en la que vertía su repentino entusiasmo y su alegría. Las personas con que nos cruzábamos le sonreían o le dedicaban palabras cariñosas, y ella entonces cantaba con más ahínco, casi con tanta energía como yo la recordaba de unos pocos años atrás, cuando vino para aquí. Se cansó pronto, de andar y de cantar, y me pidió que la ayudara a sentarse.

Llevaba el nombre de la flor campesina brotada en los humildes campos donde ella pastoreaba: se llamaba Jacinta y acumulaba ya un buen número de años, no menor en trabajos. Durante los últimos en el pueblo había adquirido aquella extraña costumbre de cantar su alegría o quién sabe si algún otro oscuro y agridulce sentimiento. Era una pobrecita de pocas luces, sola en el mundo sin más apoyo que la caridad de sus vecinos en el pueblo cabreirés de Quintanilla de Losada. Se ganaba malamente el sustento pastoreando rebaños y lavando la ropa de algunas familias más pudientes. Acudía a lavar, como también lo hacían otras mujeres, a una fuente que manaba casi en la misma orilla del río Cabrera a la sombra de los chopos y los «humeiros» (alisos). Y así fue como apañó una hija, cuyo padre fue por ella misma señalado en un soldado de los que acampaban en el pueblo y que allí acudía a visitarla. Por entonces, en efecto, destacamentos militares peinaban la zona en busca de los últimos resistentes de la guerra civil escondidos en las montañas cabreiresas. La niña murió a las pocas semanas de nacida a finales del 41, año del hambre. Natividad se llamaba, se llamó fugazmente la criatura.

Nunca le gustó a Jacinta que le mencionaran aquel asunto, y si alguien lo hacía para darle la lata, se enfadaba tanto que soltaba toda clase de improperios y denuestos para terminar con un limpio y ostentoso corte de magas, antes de darse la vuelta y alejarse, cojeando de la pierna izquierda, que arrastraba un poco. Solo en los últimos años pareció recuperar pacíficamente el recuerdo de la criatura y fue entonces cuando empezó a cantar de aquella manera suya tan extraña y conmovedora. Señalaba hacia lo alto con su dedo índice pegado a la sien, mientras guiñaba ambos ojos con una sonrisa de complicidad: allí estaba el santo o el ángel (de las dos formas lo llamaba, pero yo para mí traducía angelito, diminuta flor brotada en la primavera humilde de su cuerpo menudo), y se arrancaba a cantar.

Otras veces decía que también la visitaba en su casa. Vivía en una casita vieja y destartalada y las pizarras del techo mal ajustadas dejaban paso a la lluvia y al silbido del viento los días de temporal. Por allí se colaba, según afirmaba sonriendo, y al contarlo, siempre daba rienda suelta a aquella entusiasta melopea sin sentido aparente. ¿Volvía entonces a su memoria el recuerdo de la niña perdida, asociada al ángel o santo que decía y señalaba? A mí me conmovía tanto suponerlo así. Un día cayó enferma de cierto cuidado y alguien tuvo la bienhadada ocurrencia de solicitar su ingreso en una residencia de ancianos de la capital junto al Jardín de San Francisco. Vivió pocos años más y se fue apagando lentamente, aunque por momentos todavía más pispa que una rosa, encogida en su frágil cuerpecillo casi etéreo.

Aquel día de mi visita pasé el rato tratando de animarla con los recuerdos del pueblo que yo le trasmitía. A veces se quedaba como ensimismada, con intervalos de alegría en los que incluso me dedicó entre risas y guiños de ojos alguna de las picardías —gestos, expresiones— a las que en los viejos tiempos era tan aficionada.

La dejé sentada ante la mesa del comedor, concentrada con avidez en su yogur. No quería que se diera cuenta de mi marcha y me alejé rápidamente a sus espaldas. Reconozco que yo tampoco me sentía preparado para la despedida.

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