Diario de León
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La montaña se yergue prócera y descuella, figurando al sol de la mañana su soberbio perfil silueteado en la franja celeste de un azul cernido de seda evanescente. La suave luz otoñal levemente sesgada siembra en la faz de la montaña cabreiresa un relieve brotado de erupciones dispersas, pliegues, protuberancias, escoriaciones de color; es la cara o ladera norte de la Sierra de la Cabrera Baja, que raya la línea entre Zamora y León, la que siempre se ofreció a la mirada de los campesinos portadora de una promesa de estabilidad en la azarosa fluencia de los días, así como insuflaba un aliento de serenidad en sus vidas cuando zarandeadas. Así pues, la montaña se alarga ante sus ojos como una benigna sombra tutelar, pero ¿qué es lo que ella ha contemplado a sus pies?

En este tiempo otoñal la vida campesina recuperaba su ritmo pausado tras los apuros de las faenas estivales. Atrás quedaban los trabajos de la cosecha, las jornadas bajo un sol inclemente, cuando las rubias eras «gemían» a golpe de «manales».

El verbo está en un verso de Virgilio, que en todo proyectaba el prodigio de su sensibilidad extremada, descubriendo el suspiro de un alma en el fondo de las cosas: he aquí el parto de los viejos campos y el parto de las eras alumbrando con gemido de gozo los dorados granos innumerables. Sobre esa especie de bajo continuo trazado por el golpeo de los «manales», durante unos días del mes de agosto sonaba en los pueblos la canción del verano. Dos líneas de «mayadores», mieses en medio, se enfrentaban, dibujando una remota y emocionante liturgia campesina. Los movimientos debían estar perfectamente sincronizados, de forma que los «porros» de las dos filas golpearan alternando.

Una canción servía de pauta con frecuencia: «Daime vino, daime vino», decía, y su ritmo binario marcaba la alternancia en el golpeo. Y el mismo ritmo seguía en la justificación irónica de ese vino: «agua no la he de beber,/ anda una coca en el río,/ temo que me ha de morder» (coca es meluca, lombriz).

Así, con el gozoso alumbramiento, concluía el tiempo de silencio y gestación iniciado en la sementera del otoño anterior.

Curiosamente, ese tiempo de gestación se veía asimismo reproducido en los árboles frutales. Más de una vez le oí contar a Peregrina, cabreiresa de Robledo de Losada, vieja amiga y gentil maestra de vida y humanidad, que los árboles empreñan en Navidad. La noticia de esa preñez de los árboles, al fin y al cabo su ramaje también sembrado en la corteza del aire, debe ser acogida, sorpresa al margen, con mucha seriedad, porque el hecho es que en la tradición cristiana brilla sereno el misterioso encanto de la Navidad, sobre el que además gravita la magia del solsticio invernal en la religión romana y acaso también otras tradiciones de pueblos anteriores. Recuerdo que la misma Peregrina contaba la tradición del «tuero» (tronco) o «truexo loco» (o «llouco»): el día de navidad se encendía en el hogar un tronco de encina o roble.

Diariamente se renovaba la combustión hasta el día de Reyes, cuando el trocito que quedaba se sacaba de allí para arrojarlo a la cuadra del rebaño de cabras y ovejas, donde era zarandeado por ellas, pateado por todo el corral, para prevenir las enfermedades y en particular la «locura» (de ahí el extraño calificativo) de las ovejas. Lo mismo que campos y árboles, también ese tronco estaba «preñado» de una misteriosa, mágica virtud terapéutica.

Historias y relatos como estos se contaban en el serano (término cabreirés que se corresponde con filandón, hila, hilandera, etc.), que comenzaba al fin del otoño, acabada la sementera y pasado San Martín. El serano era un tiempo (el anochecer al que alude el término) y sobre todo un espacio, tiempo y espacio privilegiados para la transmisión de la cultura tradicional popular. El serano constituía una suerte de paréntesis en el curso de las horas, y ahí en torno al fuego del hogar, surgían los relatos, el juego, la canción, cuando los corazones fibrilaban emocionados al contagio de una repentina libertad propiciadora de la risa sonora y las alegres picardías que podían llegar a la transgresión.

No me resisto a reproducir uno de esos divertidos relatos populares con su atrevido toque de un anticlericalismo de aire buñuelesco, más irreverente que blasfemo. Ocurrió pues que un matrimonio había reñido y estaban marido y mujer tan enfadados que al llegar la noche se retiraron cada uno por su lado a descansar. El hombre recordó que había dejado la puerta de la calle abierta y le gritó a la mujer que se levantara a cerrarla. Esta se negó, y entonces él propuso que lo hiciera el primero que hablara. La mujer estuvo de acuerdo. En esto llegó el cura, vio la puerta abierta y entró. Pasó un rato y se oyó a la mujer plañendo: «¡Ay, marido, que el cura me quiere joder!». Y él sentenció, rápido y triunfal: «¡A cerrar la puerta por haber hablao,/ que a mí me dio po’l culo y estuve callao!». Y la rima le da a la respuesta un aire formal de copla sentenciosa, que potencia su comicidad.

Fuera del recinto mágico del serano, vigilaba en la noche la gran montaña prócera, garante de serenidad y estabilidad en el curso de la vida campesina, en cierto sentido también la noche preñada de esa montaña, que todos los días alumbraba el amanecer.

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