Diario de León

La leyenda o fábula del sapo tragón

León

Creado:

Actualizado:

Había, hace muchos, muchos años (pero que, también, podría ocurrir actualmente, vaya usted a saber), una charca enorme de grande llena de multitud de diminutos seres vivientes que pululaban como podían en medio del cenagal. Buscaban su alimento y se reproducían siguiendo el modelo establecido por la naturaleza. Muchos de ellos evitaban cruzarse en el camino con los más fuertes y agresivos, y éstos hacían justo lo contrario.

A pesar del cieno y el agua turbia, existía una forma aparentemente clara de convivencia obligada y en equilibrio, también forzado, pero más o menos estable. En esa charca vivía y reinaba un sapo. No era el único de su especie, claro está, pero él era diferente, pues se había convertido en el rey. Me preguntaréis que cómo lo había logrado. No fue fácil, eso por descontado. Les cuento.

Al principio fue un renacuajo muy guapo, según los cánones de lugar, y parecía totalmente inofensivo. Poco a poco se fue desarrollando y fijándose mucho en las idas y venidas de todos los animales de la charca, sus costumbres, sus tendencias, su forma de sobrevivir. Se dio cuenta que la mayoría de ellos eran inofensivos y temerosos; para él eran presa fácil. Lo tuvo más complicado con algunos sapos de su propia especie, pero con maña y sin escrúpulos les fue dominando y, sobre todo, engañando. Les convenció de que en la charca se necesitaba funcionar, en beneficio de todos, con unas leyes especiales que él pondría en marcha en cuanto fuese nombrado rey de la misma. Eso era preceptivo.

Tenía tanta labia, tanta capacidad de engaño, decía tantas mentiras dándoles la vuelta aparentando decir la verdad cuando croaba, que tenía subyugados a sus congéneres. Además, si él era nombrado rey, les daría lo que necesitasen: comida en abundancia, piedras en los mejores lugares en donde tomar el sol o croar a la luna, etc. No tenía inconveniente alguno en ofrecerles el oro y el moro; total, lo haría con los bienes de la charca… Tenía, además, embobadas perdidas a la mayoría de las sapas, y a algún que otro sapo, tal era su belleza y donaire. Fue así como fue ganando adeptos hasta conseguir su objetivo, que fue el nombramiento como rey.

Una vez logrado su objetivo, se colocó en la mejor piedra de la gran charca, se subió a lo más alto y empezó a hincharse, a hincharse. Al principio todos pensaron que se hinchaba porque, además de la satisfacción por lo conseguido, comería, seguro, sin descanso. Pero después, los más observadores se fijaron que no era, realmente, un asunto de comida, sino que se tragaba todo lo que hiciera falta, incluido lo que le obligaban a tragar otros congéneres, que era lo acordado para seguir siendo el rey. Se tragaba todo, incluso sus propias palabras. A veces regurgitaba algunas promesas o verdades que él había lanzado en su día, y se las volvía a tragar.

Es decir, que tenía unas tragaderas enormes. De ahí que le apoderasen «el sapo tragón», pues, como digo, se tragaba todo, inclusive sapos.

Muchos le temían porque, aunque era cobarde, al mismo tiempo era astuto, rencoroso y malvado. Con el tiempo y, quizás, por una influencia extraña, nefasta o caprichosa de la epigenética u otras razones desconocidas, pasó de ser un sapo común, a convertirse en un sapo venenoso.

Otros sapos le imitaban tragando como hacía él, en señal de sumisión interesada o como simples marionetas sin vida, sin criterio propio, simplemente vendidos, pues les había convencido, o se habían dejado convencer, de que era la mejor forma de ser alguien allí. Fue así como, para seguir siendo el rey, logró formar un grupo de lo más variopinto y dispar, unidos por un vínculo torticero, al que definió, no obstante, como «el grupo ideal para la convivencia pacífica y progresista» de la susodicha charca. Él no creía ni por asomo en el nombre asignado, ni en el cometido prometido, ni Dios que lo fundó, pero, unidos por ese vínculo inconfesable, logró seguir reinando. Las tragaderas se le hicieron más enormes todavía y siguió hinchándose.

Él se miraba en las aguas y se veía tan hermoso y poderoso que, cual Narciso, pero mucho más narciso que el descrito en la Mitología Griega, se abrazaba a la imagen reflejada en el agua, pero no se ahogaba porque, al margen de ser anfibio, flotaba por la gordura. Era un caso nunca visto.

Su ambición era inversamente proporcional a su ética y moralidad: es decir, ambición toda, y el resto nada.

Muy oportunista y sin escrúpulos, algunos le tildaban de manipulador, mentiroso compulsivo y traidor a las leyes de la charca. A lo primero, él decía que no mentía, sino que, simplemente, «reorganizaba, convenientemente y en su momento oportuno, los elementos fundamentales de la oración principal…» (es decir, que volvía a mentir, haciéndose el chulo). Y en cuanto a lo de la felonía, afirmaba que, de traición, nada de nada, que solo se trataba de saber interpretar correctamente la letra pequeña del texto… y no como otros que no sabían leer.

Los sapos y otros animalejos que no estaban de acuerdo con tal fenómeno extraño de la naturaleza, se mostraban, algunos muy cabreados, otros inermes, compungidos, más bien jodidos en lenguaje paladino, aunque esperaban poder desbancarle, destronarle algún día.

Solo los más sensatos y pacientes albergaban la esperanza de que, a fuerza de hincharse e hincharse, llegaría un momento en que reventase.

Los más pesimistas temían, sin embargo, que, aún reventado, podría darse el caso de que, siguiendo las artimañas de sujeto, se hiciera el muerto para despistar e intentar seguir reinando. Y ahí acaba la fábula del sapo tragón. Bueno, de momento.

tracking