Diario de León

TRIBUNA

Ricardo Magaz Profesor de Fenomenología Criminal de UNED y escritor

Asesinato de Carrasco: un crimen lobo sapiens, diez años después

Creado:

Actualizado:

E l 12 de mayo de 2014, a las 17.15 horas, sonaron tres disparos en la pasarela peatonal sobre el río Bernesga en León. Isabel Carrasco, la todopoderosa presidenta de la Diputación Provincial, caía abatida por las balas de un revólver Taurus del 32, comprado en el mercado negro a un yonki desahuciado de Gijón.

Estas semanas, cuando aún faltan dos meses y medio para el décimo «aniversario» del asesinato, ya se dejan ver por la ciudad las cámaras de las televisiones grabando en los escenarios del crimen, incluida la edición de un nuevo libro sobre el atentado.

Una ama de casa, Monserrat González, esposa del inspector jefe de Policía Nacional de Astorga, una joven ingeniera de teleco, Triana Martínez, hija de ambos, y una agente de la Policía Local de León, Raquel Gago, se pusieron de acuerdo para matar a tiros a Isabel Carrasco, presidenta del Partido Popular de León, entre otro sinfín de cargos que la dirigente ostentaba sin complejos.

Cubrí durante un mes el juicio berlanguiano del caso para varios medios de comunicación, para Diario de León y para mi universidad. No faltó ningún ingrediente cinematográfico, incluida la misteriosa desaparición del abogado defensor de Raquel Gago, y la consiguiente suspensión de la vista; al letrado murciano lo encontró, después de rastrear la ciudad, una patrulla de la policía, despeinado, sacando dinero en un cajero automático. Cuando por fin el presidente del tribunal del jurado dio por acabadas las sesiones con el mazo, aún gravitaba una duda general en la sala vintage de la Audiencia: ¿cuál fue realmente el móvil del asesinato?

Con la perspectiva que concede el tiempo, a punto de los 10 años, mi teoría es que se trató de una combinación de factores: la ambición, la venganza fermentada, el clientelismo con toque de nepotismo y, desde luego, la cosificación de la víctima que llevó a la banalidad del mal.

«La maté, sí, y lo volvería a hacer; no me arrepiento», pudimos escuchar de boca de Monserrat el día que declaró ante el tribunal vestida a lo Bernarda Alba. 22 años le cayeron por asesinato y atentado a la autoridad que «doy por buenos», admitió la mujer después de que el Supremo le confirmara la pena.

A su hija Triana Martínez la broma le costó 20 años como cooperadora necesaria. La joven promesa se quejó con amargura de que Isabel Carrasco «no me había pasado las preguntas del examen para la plaza de ingeniera de telecomunicaciones de la Diputación».

Más difícil de entender resultó el papel de la agente de la Policía Local de León Raquel Gago. La uniformada ni siquiera conocía personalmente a la presidenta de la Diputación. «No soy novia de Triana», dijo compungida ante los seis hombres y cinco mujeres del jurado sin que nadie se lo hubiera preguntado. La Audiencia Provincial la condenó a cinco años, el TSJCyL le aumentó la pena a 12 y, a la postre, el Supremo le impuso un duro correctivo de 14 años por cómplice.

Desgraciadamente el hombre, entiéndase género humano, es capaz de lo mejor y también de lo peor sin cambiar de acera; no hace falta padecer un desorden de identidad, ser un psicópata o un sociópata para ello. Ese es, a mi juicio, el quiz de la cuestión del absurdo magnicidio de Isabel Carrasco.

Han corrido 10 años, en efecto, y la ciudad desea pasar página. León no quiere ser el Puerto Hurraco del noroeste. Todavía, una década después, hay reticencias para hablar abiertamente del crimen en la barra de los bares. La memoria de Carrasco, pese a ser la víctima, que no se nos olvide este «detalle», apenas se ha reivindicado, excepto por su familia. La clase política y también la sociedad civil ha querido amortizar cuanto antes un caso que conmocionó al país y le puso el sello inmisericorde de «España profunda».

En el museo de la Comisaría General de Policía Científica en Madrid hay una imponente colección de armas criminales. En sus vitrinas se exponen subfusiles de ETA, metralletas de El Solitario, la pistola Tokarev de El asesino de la baraja, escopetas de matanzas en masa… Con la etiqueta número 3041 está el revolver Taurus, calibre 32, con el que Monserrat González le descerrajó tres tiros por la espalda a Isabel Carrasco. Todos los años llevo a mis alumnos del Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado de la Uned a los laboratorios y museo de la CGPC. Desde hace una década sé exacta y milimétricamente, no falla, la pregunta que de un modo u otro me va a caer: ¿cuál fue el móvil del asesinato de Isabel Carrasco?

«La cosificación de la víctima», respondo escuetamente. En efecto, todo el mundo puede llevar un lobo sapiens dormido dentro. He aquí la prueba del nueve.

El género humano es capaz de lo mejor y también de lo peor sin cambiar de acera; no hace falta padecer un desorden de identidad, ser un psicópata o un sociópata para ello. Ese es, a mi juicio, el quiz de la cuestión del absurdo magnicidio de Isabel Carrasco
tracking