Diario de León

TRIBUNA

Manuel Garrido. Escritor

Pascua florida

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N o hay forma de evadir el tópico, pero ni falta que hace, porque la Pascua no puede ser sino florida y hermosa. La primera luna llena tras el equinoccio irrumpe en el cielo nocturno con su anuncio tan ansiado: Hela aquí, la primavera, llegó por fin, y con ella, el domingo siguiente a esa luna en plenitud de figura y fulgor, la Pascua, el renacer universal.

El invierno cede ante esa luna, al tiempo que la cuaresma se rinde ante la Pascua, y así es como las dos parejas, invierno-cuaresma y luna llena-Pascua, confluyen en el punto en que la primavera aúna dos ritmos, dos estilos: la vida campesina tradicional y la tradición religiosa cristiana (en la que sin duda resuenan otras anteriores). El tiempo cuaresmal, esa suerte de invierno religioso, comienza el miércoles llamado de ceniza, a continuación del cual se extienden cuarenta días cuyo designio queda marcado por la ceniza impresa ese día en la frente de los fieles, al tiempo que oyen la advertencia sobre su condición fugaz, con el recuerdo de su regreso al barro o polvo original, la arcilla primigenia inanimada. Así por cierto califica la Ilíada a Héctor, el bello Héctor yacente con la pica de Aquiles clavada en su garganta: «arcilla inanimada», polvo inerte. Antiguos apologetas cristianos vieron aquí un reflejo del Génesis, pues que para ellos esa arcilla remitía en violento contraste a la arcilla «animada» por el soplo divino que fue Adán (nombre que ya San Isidoro en las Etimologías interpretaba como «tierra roja»). En paralelo, pues, a los campos inmersos en el ciclo del letargo invernal, los fieles se sumergían durante la cuaresma en aquel sueño letárgico anterior al impacto decisivo del soplo divino en el jardín de Edén. Y ahora la Pascua impulsa el renacer del ánima, como la primavera reverdece el pulso de los campos floridos despertando.

La vida campesina antigua estaba preñada de una potente simbología, vivida y expresada en los trabajos y ritos cotidianos de un mundo medularmente religioso que ha sido por ello descrito como encantado. Trabazos es un pueblo cabreirés perteneciente al municipio de Encinedo, que se encarama cuesta arriba de la ladera izquierda del valle en la cuenta alta del río Cabrera. Generaciones de campesinos desde épocas remotas han desarrollado ahí sus vidas, naturalmente pautadas por el ritmo de las estaciones, percutiendo constantes en los campos del «jardín» y en las almas de sus moradores. Así la primavera, así la Pascua volvían siempre con su remesa prometedora de espléndidas, gloriosas largiciones.

Mi buena amiga Inés, hija del pueblo y mujer dotada de una rara sabiduría de raíz puramente intuitiva y popular, me contó una vez ciertos ritos asentados por la costumbre en estos días. Así por ejemplo los días de Jueves y Viernes Santo, cuando la gente iba a regar los prados, todo mundo llevaba la azada o batedeira en la mano o bajo el brazo y no al hombro, como era lo usual y más razonable. Ella no supo decirme la razón del cambio, pero yo intuyo que podría responder al rechazo escandalizado de cualquier gesto o postura, acaso interpretables como un signo de trivialización, burla, desprecio, profanación incluso de la imagen canónica, que es la figura de Jesús portando la cruz al hombro. En ese caso, llevar la batedeira al hombro habría sido en fin una irreverencia inaceptable.

En la liturgia del Jueves Santo a media tarde había un momento de gran resonancia emocional. Ocurría en el traslado del santo sacramento bajo palio a la capilla lateral donde estaba dispuesto el Monumento para acogerlo, cuando las madres que tenían niños enfermos los tendían en el suelo de forma que el palio los cubriera a su paso con su sombra «animadora», sanadora.

Pero la cumbre de la tradición estaba naturalmente en la mañana de Pascua. Reunido todo el pueblo en la iglesia, precedía a la misa una procesión, llamada del Encuentro, en la que las mujeres llevaban la imagen de la Virgen dolorosa, tocada con un velo negro, y los hombres otra del Crucificado. Salían de la iglesia para rodearla, pero en dirección inversa, de modo que al encontrarse en el punto establecido, se detenían; las mujeres le quitaban el velo a la Virgen y mientras una lluvia de pétalos de flores caía del campanario, entonaban un cántico de júbilo al emotivo encuentro, dibujado en un cuadro idílico de huertos en flor y pájaros cantores: «¡Ay, qué mañana de Pascua!/ ¡Ay, qué mañana de flores!/ En la pila del bautismo/ cantaban los ruiseñores!.../ Ya salió la palomita/ de su blanco palomar…/ Lo busca de huerto en huerto/ y de rosal en rosal… ¡Ay, madres que tenéis hijos,/ ayudádmelo a encontrar,/ que las que no los tienen/ no saben de tanto mal!». Llama la atención el toque melodramático, pero más aún y sobre todo la aparición de esos ruiseñores cantando teológicamente en la pila bautismal, precisamente ahí donde se incuba el renacer místico y pascual. La coplilla vuelve siempre por Pascua a mi recuerdo, como una flor campesina que abriera de pronto ante nosotros su corola fragante al amanecer.

La vida campesina antigua estaba preñada de una potente simbología, vivida y expresada en los trabajos y ritos cotidianos de un mundo medularmente religioso que ha sido por ello descrito como encantado
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