Diario de León
Ponferrada

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HA pasado ya una semana y escribo este artículo de opinión con el sosiego que aporta la distancia y que aplaca la fogosidad. La celebración de lo que eufemísticamente se bautizó como «Ponferrada, ciudad de la radio» fue, a fin de cuentas, un éxito clamoroso. Esta vez, los que vivimos en el Bierzo salimos bien parados con la proyección social que aporta la entrega en la ciudad de los Micrófonos de Oro. Allí estaban conocidos sacerdotes y cardenales de la religión mediática. Los que un día no fueron nada y hoy van blindados de poder y de arrogancia. Los que viven del cuento, especialistas del todo, leído en los periódicos. Y también los que llevan el culo pelao de tantas batallas en defensa de esta digna profesión. Estoy contento, porque la esencia del periodismo sigue viva. Siguen existiendo los que incomodan con razón al poder, los idealistas y románticos de esta maldita profesión que te engancha hasta los tuétanos desde pequeño. Los currantes, de los que prebostes de la incompetencia y la horterada se olvidan de ellos, en sus necesidades más básicas, y pretenden despacharlos con un bocadillo de mortadela de aceituna. «Échale de comer al periodista», le ordenaba hace mucho tiempo un rey español a uno de sus lacayos. Los mindundis del periodismo, que nunca viajarán en coche oficial, comieron pizza en la gala de los Micrófonos de Oro. Vaya por delante que yo iba cenado de casa y acudí al lugar a fisgonear para luego escribirlo. Pero allí estaban periodistas que también tenían necesidades fisiológicas, de esos que algunos imbéciles llaman «de provincias», entre ellas la de Madrid, y que luego en las conferencias, los escasos de razón, los ponen como ejemplo de la esencia del periodismo de batalla para cobrar la dieta. Cuajado me quedé cuando vino un policía y le espetó a la tribu local: «No os preocupéis, que ahora os traen unos pinchos». Alguien de una televisión local le respondió con sarcasmo exclamativo: «¡Gracias!». Y aquel buen hombre replicó: «No, dárselas a la jefa de prensa». Patético. ¡Hombre!, no pido lo de aquel jubilado de un pueblo francés, que cuando murió dejó el 51% de su herencia a la presentadora de la televisión nacional Christine Ockrent, y el 8, 7 y 4% a otros tres periodistas, por que eran los únicos que en su sempiterna soledad más le habían acompañado en el hogar. No, eso, no. De hecho, la popular periodista renunció a esa herencia. Pero, cuando se organiza un acto como la cena-gala de los Micrófonos de Oro, el periodista de batalla también es parte de ella, y es carente de educación por la parte convocante el tenerlo de pie mirando como comen los demás. Es incomodo, incluso para los que comen. De los errores se aprende. Así que, a quien corresponda, que tome nota y, por lo menos, para la próxima que impere la mínima cortesía. Yo, la verdad, propugnaría una ley en la que quedase expresamente prohibido dar de comer, con dinero público, a periodistas, políticos y demás asiduos de saraos. Así, todos sabríamos a qué atenernos.

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