Diario de León
Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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VAYA por delante que adoro a Amy Winehouse, esa politoxicómana tan dada a la botella como a las drogas de variado pelaje, y eso por no hablar de sus problemas reconocidos de anorexia y bulimia. Al parecer, y después de la última escandalera, los galenos diagnosticaron a Amy un enfisema que la matará si no deja para siempre el alcohol, el tabaco y ese polvo blanco que hace diabluras en la mente. Pero al mismo tiempo, la cantante británica tiene el talento y la voz más increíbles de esta generación. Lo cierto es que andábamos algo cortos de dioses desde que Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones que lleva más de cuarenta años con un pie en la tumba y el otro bailando, se cayó de un cocotero cuando llevaba en el cuerpo algo así como un botiquín farmacéutico y definitivamente ha visto la luz que indica el buen camino. Después de apurar todos los pecados y vicios posibles, Keith parece haberse reformado y en la actualidad, según todos los indicadores, se limita a tomar el sol y llevar a sus nietos a la guardería. En esta desventurada tesitura de desamparo ha aparecido en escena la Winehouse, una hembra de tres pistones rematada por un moño en el que uno podría guarecerse los días de tormenta. Ella suele portarse bastante mal, vale, pero sus muchos fans babeamos ante una artista que tiene tantas marcas en la piel como en el alma. Más tatuada que un jefe maorí, pertrechada con uno de esos sujetadores de latón que puso de moda Cleopatra y con una raya decorativa en los ojos que sin duda le traza un pintor de gotelé, Amy sigue la escandalosa estela de otras legendarias perdularias como Janis Joplin. Como dice ella misma, «soy joven, estoy enamorada y de vez en cuando se me va la pelota». ¡Bendita sea!

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