Diario de León

«la Iglesia me afecta como persona y creyente»

Aníbal Vega, escritor y músico leonés, esta semana en Madrid, lugar donde reside.

Aníbal Vega, escritor y músico leonés, esta semana en Madrid, lugar donde reside.

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pacho rodríguez

La faceta de escritor de Aníbal Vega merece ser presentada. Porque es un músico que escribe y un escritor pianista. Pero también un lector, un espectador, un gran degustador de la cultura. Por eso, que ahora presente Sacrilegio (Eolas&Menos Lobos. Colección Tula Varona) es una buena noticia para el panorama literario. Compromiso de letraherido y calidad son argumentos más que suficientes para que la lectura de su libro sume ese interés que ya de por sí parte de una temática candente como es la de los abusos a menores y la sensación de asignatura pendiente en la denuncia rotunda contra la iglesia.

—¿Hay menos urgencias al escribir cuando uno no se enfrenta a su primer libro, como por ejemplo con ‘Sacrilegio’, este que presenta ahora?

—El método no ha sido el mismo que en el libro anterior, El legado Walden, aún por publicar. Walden estaba acabado -con la anhelada palabra ‘FIN’-, pero no terminado. Le sobran muchas palabras, uno debe saber cómo expresar la misma idea con menos palabras; Chirbes dice que el arte de novelar es el arte de callar. La editorial se echaba las manos a la cabeza ante la magnitud de la obra, ¡demasiado voluminosa!, hubo sus tiras y aflojas durante un tiempo, tiempo que aproveché para seguir desarrollando otro proyecto, Sacrilegio, que la misma editorial, Eolas, se apresuró a publicar.

—¿En qué grado, por así de decirlo, se encuentra como escritor? ¿Le queda mucho o poco por escribir?

—Un amigo también escritor y de mi misma edad dice que estamos ahora en nuestra mejor época. Lo afirma tan convencido que he terminado dándolo por hecho, tal es la fuerza que mi colega imprime a sus argumentos. Bueno, me conformo con saber que esto es tan solo el comienzo de una larga amistad, de un largo camino por el cual seguiré sin cesar y sin esfuerzo mientras haya tinta y papel en el mundo, decía Montaigne. Si echo la vista atrás compruebo mi forma de caminar, uno esa presa de un estilo, una manera de escribir que se ha ido formando sin querer. No por mucho escribir ni por leer mucho se escribe mejor. Mientras escribía Walden -la novela que estoy tamizando, como te digo- pensaba que esa era la gran obra maestra. Pero bueno, de momento no existe, puesto que nadie la ha leído. Las conexiones entre escritor y lector son en todo caso inextricables.

—En el suyo, ¿el proceso de escritura es complejo o natural?

—Es algo necesario, algo natural, sí, como tocar el piano. Me pongo nervioso cuando entro en una casa en la que no hay siquiera una guitarra, tengo que salir a respirar. Cuando termino de leer una novela me pongo igualmente demasiado nervioso, no se dónde dejarla, me levanto con ella en la mano con la intención de volver a colocarla en su hueco pero vuelvo con ella a la cama o al sillón. Ese proceso se eleva a la enésima potencia cuando termino de escribir un libro. Ahora, mientras trato de contar lo mismo con menos en Walden, ya he comenzado a desarrollar otro viejo proyecto. Dicho esto, y sin dejar de ser inefable placer el hecho de ejercitar la buena letra en cuadernos pautados (yo escribo a mano; las órdenes del cerebro a la mano son diferentes al teclear), nadie tiene el don de escribir, una especie de gracia de Dios, no existe para el artista el don de la creatividad. Trabajo, trabajo y trabajo, horas, muchas horas, disciplina presidiaria, sufrimiento, noches en vela hasta que de toda esa oscuridad emerge algo blanco y luminoso, como un espárrago impoluto surgiendo del estiércol.

—¿Ayuda a escribir ser músico?

—Ayuda porque se complementan. En los escasos momentos en que al fin he logrado culminar un párrafo para la Historia de la Literatura me levanto pletórico del potro de tortura tras poner el punto y aparte, grito exultante, abro el piano y descargo sobre las teclas toda esa efusividad.

—Podría decirse que usted es un creyente de la cultura. Como placer, como educación, una forma de estar en el mundo, de comprenderse y comprender a los demás. Si en su caso es escritor, músico, consumidor de cultura, lector, cinéfilo, es evidente que tiene un mundo y una vida muy rica. Pero con el vacío y la superficialidad actual, ¿no se siente un poco solo, desamparado? ¿O hay refugios?

—Tuve un profesor de Lengua en los Maristas que definía la cultura como la forma de saber dónde están las cosas. No es fácil en la actualidad, con el exceso de información que lleva a la desinformación. Antes captábamos las afinidades electivas más despacio, creo que era más natural aquel aprendizaje. Pero sí, hay refugios. La soledad -me refiero a la soledad buscada- es uno de ellos, esta buhardilla, este sagrario (señala a la imponente biblioteca/discoteca) es uno de ellos. Y el cine Doré otro, y algún concierto en el Monumental. Y algunos bares, el bar de toda la vida al que se refería Don Luis [Buñuel], ese lugar de meditación y recogimiento sin el cual la vida es inconcebible. Y alguna que otra parroquia, la de los capuchinos cuando suena el órgano tras la misa, la del Cristo del Olivar en silencio o la de las Trinitarias con las monjitas de clausura cantando tras las celosías en la misa de doce.

—¿Ha usurpado la cultura basura a la cultura buena? Por ahí hay quien compara a Rosalía con Bowie...

—No me digas eso. Bueno, eso lo dirá quien no sabe dónde están las cosas, según la definición de cultura de aquel profesor. Creo que anda algo desorientado. A la edad de Rosalía, David Bowie ya se había metido los setenta en el bolsillo, una década que fue suya de principio a fin.

—¿De qué manera vive el mundo literario? Qué le ha dicho útil últimamente algún escritor con el que haya hablado?

—No me relaciono mucho con otros escritores, la verdad. Sí con otros músicos y músicas; este ámbito es más colaborativo. Pero bueno, uno me dijo que una de las cosas más importantes de un buen libro, no lo desdeñemos, es la dedicatoria. Pero no la que aparece impresa, cuidado: la que firmas al presentarlo. Fue el mismo que me dijo que estamos en nuestra mejor época. Ambas cosas pueden ser verdad.

—En estos tiempos de tiktok, ¿qué haría o qué hace el papel de un Café Gijón, o el correspondiente a cualquier ciudad, como lugar de encuentro?

—No he escuchado ese baile de moda que es el no va más; y respecto al Gijón siempre he pensado que está muy bien y todo eso, ahí está el Algarrobo, ¡mira: Umbral!, Manuel Alexandre es igual que en el cine. Creo que han muerto todos, vivo en el pasado. Yo iba al Gijón a escribir cartas de amor cuando cuidaba hasta el extremo las cartas de amor, hacía múltiples borradores antes de emplear la buena letra. Cogía una mesa del fondo y me tiraba toda la tarde sin pedir otra cosa que un café con leche en vaso y algún que otro vaso de agua. En estos tiempos ya no se escriben cartas de amor, y el agua te la cobran. Ahora hasta los apuntes del natural los tomo en casa, y bebo grandes cantidades de agua del grifo. Buenísima, el agua de Madrid; aún no se ha perdido todo.

—’Sacrilegio’ pone en hora una historia que es como una nube que no se va, no se decide nadie a acabar con ella con todas las consecuencias. ¿Cómo surge en usted este argumento?

—Surge de la rabia. De la indiferencia, cuando no el encubrimiento de la Iglesia al saber que tienen un problema, un grave problema que a mí me afecta doblemente. Me afecta como persona -como ser humano que vive en sociedad- y como creyente. Escandaloso. Es inevitable que haya escándalos, dijo el Galileo, pero hay de aquel que escandalice a uno de estos pequeños. Más vale que le pongan una piedra de molino al cuello y le arrojen al mar, añadió. La historia surge de estas palabras de Jesús en Galilea.

—¿Escribiéndola surge el terror o ya estaba?

—No, la historia poseía una trama mucho más detectivesca, policiaca, con un policía retirado sacándole las castañas del fuego a la policía, la Gendarmería francesa, que no se entera de nada y todo eso; reunía las claves básicas del género. Se lo prometí a mi madre; ella era una lectora fanática de las novelas policiacas, Agatha Christie, Stanley Gardner, Conan Doyle y demás; le dije: voy a escribir una novela en la que no vas a adivinar quién es el asesino, ni de lejos lo vas a adivinar. Pues ella sabía quién era el criminal ya desde las primeras páginas de la historia. Bueno, mi madre nos dejó hace poco más de dos años, el Señor la tenga en su Gloria. La vida cambió y la novela también. Pasó de ser detectivesca a ser una novela de terror, mezcla de novela de terror y libro de cocina; salen unas recetas con las que intento que se despierte un apetito voraz en el lector.

—El lector siempre es libre. Pero, ¿qué debe llevarse de esta novela?

—No es una novela de tesis, pero sí creo que tiene una idea. Toda novela ha de desarrollar una idea; hay novelas magníficamente escritas, pero carecen de idea. La novela no es sino apresar una de esas ideas y expresarla con las menos palabras posibles. Esta, en concreto, contiene una doble idea: el hecho de que todo es transitorio, la vulnerabilidad, la tremenda fragilidad humana, por un lado: eso de la vida resuelta, se ha labrado un futuro, son frases que dan un poco la risa, la vida puede dar un giro total a esa vida resuelta, las aguas en cualquier momento pueden anegar todo ese futuro labrado. Y por otro lado, trato de manifestar, de sacar a la palestra, no sé si denunciar, esa indiferencia del estamento eclesial al negar la evidencia, el problema. No es un problema exclusivamente nuestro, pero en Francia la Iglesia se apresuró a pedir perdón, se pusieron a trabajar caso por caso, comenzaron las indemnizaciones, al igual que en EE UU, en Canadá, en Irlanda. Aquí negaron la mayor, una vergüenza.

—¿Los lugares comunes que surgen en lo que escribe le llevan de alguna forma a León, a territorios y épocas conocidas?

—Sí, los lugares son reales, los personajes son fruto de la invención. Los lugares no piensan, son piedras. La antigua Dirección General de Seguridad, edificio en cuyos sótanos se torturaba y se mataba en la Dictadura, ahora es sede de la Comunidad de Madrid. Curioso. En Budapest, el centro donde otra dictadura, esta vez en nombre de las terribles purgas estalinistas (todos los terrores, el terror), mataba y torturaba, es ahora el Museo del Horror. La memoria constante puede impedir que aquello se repita.

—Como parte de la historia española, ¿hay una tara traumática social en esta temática?

—Bueno, la historia no ha de circunscribirse al espacio nacional; la pederastia de la Iglesia no tiene límites. Claro que existe el trauma, no a nivel social. Es muy difícil superar ese trauma porque todo está en contra. El abusado no se atreve a denunciar y envuelve su problema con sucesivas capas, miedo, soledad, angustia, drogas, intentos de suicidio, cuando no repite la misma conducta que han practicado con él. No tiene vida. En segundo lugar, la denuncia en la mayor parte de los casos no es posible, o porque ha prescrito el delito o porque ha muerto el religioso o por las innumerables trabas que puede poner la Iglesia.

—¿Cuándo se descubre que las historias de terror no son sólo las de los monstruos de los cuentos?

—Cuando uno toma conciencia de que los peores monstruos son los que se han asentado en tu cabeza. En este sentido, una de las novelas de terror por excelencia sería Otra vuelca de tuerca, de Henry James. No voy a desvelar el porqué, puede que alguien por ahí tenga la enorme suerte de no haberla leído todavía. Pero sigue todos los cánones de la narrativa de terror, el viaje de la luminosidad a la oscuridad, ese trayecto de la felicidad a la angustia, del cielo azul, la candidez y la pureza a la inquietud y el desasosiego que produce el lado oscuro, lo siniestro.

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