Diario de León

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Todo ese arrebol de hojas y fronda que echan las plantas cultivadas y que a los profanos les parece vigor y maravilla, el agricultor lo llama vicio y procede entonces a podar la chopa, a capar el chupón del tronco o a ramonear la tomatera. Planta con vicio desmedra el fruto y huerta viciosa mosquea al labrantín. Los pimenteros de Fresno lo saben, lo temen y proceden en consecuencia, es decir, cuando petan los pimientos en el surco dejan que la planta arraigue con su buena borrachera de torga rota, agua a manta, pero así que ha pinado su orgullo y empieza a esporpollar hoja y vicio, le retiran el riego, le recetan abstinencia y la planta amarillea sus hojas bajas humillando el orgullo de su cresta. Entonces, cuando la planta infanta se resigna a su carestía y languidece, se le mete otro riego a manta, se le empapa el alma pimentera y se desarrolla por derecho y hacia donde debe, esto es, hacia el fruto. Eso se llama putear y así salen después pimientos de puta parió o morrones de kilo y medio. A las ciudades de ahora les pasa otro tanto. Las riegan con subvención o chollo farolero y les acaba saliendo por las patas y aceras un puro vicio de bronce, pijaína y estorbos que la retórica municipal llama mobiliario urbano. Todo eso que crece al tuntún un agricultor lo hubiera tronzado al pie pensando con razón sobrada que se trata de sólo vicio, sabia despilfarrada que no da más fruto que tropezones y horterías. A todo lo que no da fruto el Evangelio lo poda de cuajo y hasta el mismo Jesucristo, en cierta ocasión de antojo de higos, se dirigió a una higuera y, viendo que no había, se ve que se mosqueó y le arrimó una maldición al pobre árbol que lo dejó difunto y listo para leña de estufa. Eso es proceder, lógica pura. Habrá que invitarle a darse una vuelta por esas ciudades pretenciosas que copian lo marbellí o italiano florentino plantando exotismos y magnolios (jamás cerezos o perales), esculturas y grandes orinales con petunias, farolas de Sissi emperatriz y alardes de nuevo rico paleto. Un rosario de santas maldiciones nos libraría de lo sobrante, lo estéril y el vicio. No lo veremos. Pero sí cabría un plebiscito popular que maldijera cada año una de esas esculturas plantadas por dictado y capricho. Y con el metal resultante del apeo, háganse cañones para defendernos de nuevas acometidas.

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