Diario de León

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SE DICE que nadie debería morirse sin antes haber tenido un hijo, plantado un árbol y haber escrito un libro. Lo de subir una vez en globo ya no es tan preceptivo, porque montarse en coche es hoy infinitamente más peligroso. Se me vino a las mientes esta vieja conseja cuando llegó anteayer al calendario la celebración (condolencia, diría yo) del día mundial del Medio Ambiente, que lo mismo que en dinero y amistad, es ambiente que se queda en la mitad de la mitad (salvo en los ríos leoneses donde resta sólo el diez por ciento de lo que tuvimos y a dentelladas merendamos). Así que... hijos, árboles y libros. Veamos las partes. La natalidad española es la más escurrida y vergonzante del planeta, así que lo de tener hijos lo encargamos a quien endosamos también los trabajos penosos y baratos, esto es, a los inmigrantes (hasta el folgar de jergón fatiga a la tropa ibérica). En cuanto a plantar árboles, ya lo ves: ni tiesto pone la gente en el alféizar de su ventana; los concejales son paridos a este mundo con una sierra bajo el brazo para apear todo árbol que le impida ver el bosque del chollo; y las ardillas cruzan hoy España echando pie a tierra en el deforestado interior o cavan túneles como los topos para no abrasarse en los incendios de superficie... Y en cuanto a lo de escribir libros, no es que la gente lo cumpla; abusa. Cierto es que casi nadie escribe su libro, pero se edita hoy más que nunca. Treinta y cinco mil libros se imprimen cada día en este planeta. Lo malo de tanto bulto no es que la inmensa mayoría de ellos caigan en el tacho del olvido recién alumbrados; lo peor es que se hacen con papel y el papel sale de los árboles. La carrera hacia la deforestación y el desierto se escribe también así (la edición de cada suplemento dominical del New York Times significa talar dieciséis hectáreas de bosque). Añadamos a la borrachera de celulosa engullida la paradoja de la informática, que con pantallas y digitalidades nos liberaría del papel, pero en realidad devora folios y colma las papaleras convertidas en tumba de árboles junto al ordenador, algo que jamás ocurrió cuando escribíamos con pluma u olivetti. Así las cosas, procede pues cambiar el dicho y habrá que plantar libros por ver si vuelven a ser árbol y escribir en los árboles maldiciones para quien asome cerca con un hacha. A ver.

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