Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La nieve oscura del Ártico

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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LEÓN, decía aquella abuela mía que acabó a los ciento y seis años, como la vecina del pueblo de mayor duración, decía que León, que los leoneses, somos seres para el frío. Y saltándose aquello tan significativo de que «el clima de León es solamente apto para bueyes y para algún que otro canónigo», atendía cuidadosamente a que el ganado de la becerra no se le escapara, ¡ay!, sin dejar huella, como los trenes y como las mujeres bien tratadas. Aquella abuela mía era sin duda una de las mujeres de la historia más dignas de especial atención, no tanto por lo que pudiera haber aprendido en los libros, que de El Quijote, por ejemplo solamente sabía que se trataba de un loco de La Mancha que se echó a los caminos con la absurda pretensión de acabar con las gentes de malvivir, que no eran, por ejemplo, aquellas que la justicia apresaba destinándoles a galeras. De lo que sabía y mucho aquella abuela que Dios me dio y Dios me quitó, cumplido noblemente su tránsito por este mundo traidor era de aguas, de nieves, de ventiscas, de vientos solanos, de heladas de garabatillo, de pinganillos y resbaladizos. O sea de todo aquello que caracterizaba el invierno. Sobre todo la nieve. Abría el portón solamente lo justo para que por él se le diera el estado del mundo, y emitía con ironía la frase tradicional: «Menos mal que año de nieves, año de bienes», que Dios aprieta pero no ahoga. Y asistía inalterable al espectáculo de la nieve cubriendo los sembrados y las callejas y los pinares, y la inmensidad de la tierra. Y se dejaba decir a si misma, rezungándole a la tradición: «Ni nieves ni bienes. Agua tranquila es lo que necesitamos para el campo y para los hombres». Y como le replicaran que «Nunca llueve a gusto de todos» mi abuela, echándose hacia atrás la pelambre, retrucaba: «¡Coña, de modo que llover no llueve a gusto de todos y se nos concede el derecho de protestar, sin embargo nevar resulta que se ha impuesto como si se tratara de un beneficio de la providencia!». Y añadía a su discurso, algunas alegaciones que a mí me parecían y me siguen pareciendo perfectamente lógicas y dignas de ser incorporadas al catecismo del buen ciudadano: La nieve, por más que digan que fue derramada sobre la tierra ante el nacimiento del Hijo del Hombre, que se dice de Dios, no es buena para el ser humano. Ese no fue concebido ni tallado para sufrir los tremendos fríos que hoy hemos de soportar. Y los campesinos, que dicen que son los más afortunados por la caída de la nieve, contemplan con terror cómo sus simientes acaban quemadas por los hielos. Los pajaritos de Dios mueren de frío y los parques se cubren de lutos blancos y de silencio. Y los seres humanos, para los cuales sin duda se hiciera el Paraíso, también mueren sobre la nieve. Aquella abuela mía, tan resistente, tan perseverante, tan sabia, ante mis recelos por la nieve caída repetía: «¡Galán, no te quejes, que peor fue lo de Napoleón!». Y como yo no acierto a entender la relación que pueda tener la nieve con aquel emperador chiquitito y cornudillo, cojo la manta y me envuelvo para dormir, dormir, dormir, hasta que desaparezca la nieve y aparezca la primavera. Amén.

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