Diario de León

Cornada de lobo | pedro trapiello

El gancho

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pedro trapiello
León

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Tengo veneración de memoria por un objeto cotidiano que está grapado en el recuerdo colectivo de una patria del frío como ésta. Tenía en un extremo el gesto sucio y agresivo de su punta menguante encarada a la brasa del carbón; y en el otro, el mango de tacto casi concupiscente suavizado por el sobeo continuo de las manos que lo usaban. Era el gancho de la cocina, aquella cocina económica salida, claro está, de fundiciones y siderurgias vascas. El gancho o hierro era el enlace entre el infierno de antracita y el mundo de los hombres. Y era aquella suavidad sublime de la empuñadura lo que mi tacto añora, lisura pulida y bruñida, la misma que tenía la gran llave del portón que lastraba el mandil de la abuela.

Parece mentira que la piel consiga pulir esos hierros fieros, aunque es más de admirar que la piel más fina del cuerpo, la de los labios, consiga horadar el mármol abriendo una oquedad con los millones de besos que dan los devotos al pilar de una Virgen o a la losa de la tumba de san Patatín... lo que viene a demostrar que los besos son la mejor lija para limar las asperezas entre la gente y las montañas entre los pueblos... millones de besos, anota, así que no te valdrá de nada esa docena que das al año y sin rozar siquiera la mejilla.

Al gancho de la cocina lo besaba más que nadie la mano de la madre, la jefa y dueña del fuego, alma de la cocina. Sólo ella se levantaba a las seis o siete de la madrugada para encender la lumbre y preparar los desayunos de la tropa. Desde la alcoba, acurrucados en el último sueño, escuchábamos entonces, como si el metal nos cantara las mañanitas, el tintineo del gancho moviendo arandelas y el carraspeo del paletón cargándose en el cubo del carbón. Era una sutil diana anunciando que aún nos quedaba una hora larga de sueño ceporro... y a levantarse después a mesa servida, caliente despertar en los estómagos. Supongo que ahora ya habrás averiguado el lujo impagable que fue ese gesto de bondad tan madrugada que para ti era normal, debido y alguna vez incluso regañado: ¡madre, no hace falta que meta usted tanto ruido!... Ya te vale. Todavía estás a tiempo de empezar a pagarlo con una lágrima inútil. Aquí al pie puedes echarla.

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