Diario de León
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Hace dos días, el presidente de los Estados Unidos Donald Trump declaró una emergencia nacional por el uso de opiáceos, que en Norteamérica ha alcanzado unas proporciones terribles. El abuso de estas sustancias ha dejado más muertes que la guerra de Vietnam y de Afganistán juntas, más de 33.000 al año y aumentando. En el discurso de este jueves para declarar la emergencia de salud, Trump no aludió, sin embargo, a la responsabilidad de las farmacéuticas en la actual crisis de opioides. Familias como los Sackler, fabricantes del Oxycontin, han construido un imperio que factura más de 8000 millones al año solo en ventas de opiáceos. El Oxycontin es un analgésico que se sintetiza a partir de la tebaína, una sustancia presente en el opio, es decir, que es familia de la heroína. De ahí que sea tres veces más potente que la morfina y también tres veces más adictivo. Los médicos lo recetan con gran alegría, los comerciales les bonifican con regalos caros y vacaciones, y todo el mundo es feliz. Menos los muertos, claro.

Nadie es culpable de una epidemia como esta, porque nadie tiene más que una pequeña parcela de responsabilidad. El que se engancha es el paciente o el que roba o compra las pastillas en el mercado negro para un uso indebido. Eso no podemos olvidarlo. Pero cuidado: como toda situación compleja, las epidemias de consumo son poliédricas. Un niño que se atiborra a donuts y tiene sobrepeso no es culpa de Panrico ni del tendero, sino del niño primero y de los padres después. Un señor que se alicata a Don Simón a 0,97 el litro y acaba alcoholizado no es culpa del envasador ni del tendero, sino exclusivamente suya. Y otro señor que viaja al tren del cáncer de pulmón a razón de tres paquetes diarios no es culpa de Phillip Morris ni de la estanquera de mi barrio.

No creo en un mundo en el que el Estado tenga que ser responsable de mis malas decisiones, mucho menos de manera preventiva a través de la coerción, pero sí creo en un mundo en el que exista la suficiente información y sensibilidad hacia los productos potencialmente dañinos como para que tome las decisiones correctamente. La auténtica epidemia, en suma, es la ausencia de sentido común y de sentido de la responsabilidad.

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